Contáctanos

Colombia

Independiente 81 Presenta “Básico”: Crítica Social en Tonos Pop Punk

Publicado

en

Independiente 81, la banda colombiana fundada en 1999 en Bogotá, regresa a la escena musical con su nuevo sencillo “Básico”, una reflexión sobre la sociedad contemporánea impregnada con elementos del pop punk. Integrada por Daniel Raad en bajo y voz, Carlos Bahamón en la batería y Lucas Urdaneta en voz y guitarra, la banda se destaca por su sonido clásico y melódico, fusionando el pop punk con baladas rockeras.

El proyecto de Independiente 81 no busca posturas políticas o ideológicas, sino más bien, ofrece una mirada honesta y sin pretensiones intelectuales sobre la vida cotidiana. Sus letras, alejadas de la inocencia juvenil, exploran los dilemas y retos de la vida adulta, abordando temas como la rutina, la neurosis y la autenticidad.

La canción “Básico” es una oda a la simplicidad y la cotidianidad, una invitación a desconectar de las exigencias sociales y encontrar ligereza en la vida diaria. La banda, influenciada por grupos como NOFX, Bad Religion y Green Day, busca transmitir la importancia de la honestidad y la fidelidad a uno mismo, resistiendo las presiones del conformismo.

El videoclip de “Básico”, filmado en blanco y negro, presenta a los miembros de Independiente 81 interpretando la canción en un entorno minimalista. La pieza, libre de artificios narrativos, se centra en la expresividad de la banda y la intensidad de su interpretación musical.

“Básico” forma parte del próximo álbum de Independiente 81, titulado “Ruido blanco”, que explorará temas como el amor, la crítica social y la búsqueda de autenticidad en un mundo cada vez más frenético. Con planes de lanzar nuevas canciones en los próximos meses, la banda busca ampliar su base de seguidores en Colombia y Latinoamérica, ofreciendo una propuesta musical honesta y original.

Independiente 81, surgida de la amistad entre exmetaleros amantes del rock, ha dejado una marca en la escena musical colombiana con sus producciones anteriores y sus presentaciones en diversos escenarios y festivales. Con “Básico”, la banda continúa su trayectoria de exploración musical y expresión auténtica, invitando a los oyentes a reflexionar sobre la vida moderna con un toque de humor y sarcasmo.

Colombia

Del talento ajeno al negocio propio: Los parásitos del rock

Publicado

en

Por


Les va a doler… este artículo no está hecho para complacer a nadie sino para incomodar. Seguramente va a causar escozor en muchos porque toca fibras sensibles en un ecosistema donde muchos han vivido cómodamente a costa del trabajo ajeno durante años. Pero es un escrito necesario. Porque si la música —y en especial el rock— quieren avanzar en este país, primero tiene que deshacerse de los parásitos que se han enquistado en su cuerpo, esos que se llaman a sí mismos “agentes de la industria musical”, pero que rara vez están al servicio del artista. Este texto no es un ataque gratuito. Es una denuncia urgente respecto a un grupo de personas que ha estado minando a nombre de las artes creyendo que hacen un favor.

En las últimas dos décadas, el discurso de la “industria musical” en Colombia ha ganado terreno en los espacios institucionales, académicos y comerciales. Este relato impuesto por las ideologías del nuevo milenio ha impulsado la idea de una cadena de valor cultural organizada, donde múltiples actores (músicos, managers, curadores, bookers, productores, entre otros) trabajan de forma articulada para construir una economía sólida alrededor de la música, pero si nos colocamos a observar la práctica diaria en escenarios locales, especialmente en contextos alternativos o independientes nace una paradoja: la mayoría de los llamados “agentes de la industria” no construyen procesos reales con los músicos, sino que se sostienen gracias a ellos, parasitando y capturando recursos y legitimidad simbólica sin rendir cuentas ni mostrar resultados verificables.

El término “agente de la industria musical” no tiene una definición unívoca, lo usan para todo, puede referirse a una serie de profesionales que participan en la creación, circulación, distribución y promoción de música, es decir managers, promotores, curadores, productores, disqueras, distribuidores digitales, entre cientos que se inventan cada día y su función, en teoría, es actuar como puentes entre el talento artístico y las oportunidades del mercado o la institucionalidad cultural… en teoría.

En Colombia, esta categoría ha sido promovida por políticas públicas, por plataformas institucionales publico-privadas y también por monopolios disfrazados y protegidos por el Estado como Sayco y un ecosistema emergente de ferias, ruedas de negocios y encuentros académicos eterno. Y obvio esto no es algo malo, es algo necesario, pero siendo honestos, esta “profesionalización” ha sido más discursiva que estructural y ha generado una figura que muchas veces funciona sin reglas, sin códigos éticos y sin evaluación objetiva, no todos los espacios son inútiles, pero si hay muchos que están sublimados y que solo les sirve a los organizadores y no a los músicos, hemos asistido a cientos de estos encuentros no solo en el país sino en el exterior y la verdad es difícil encontrar la oportunidad real para el músico entre tanto charlatán.

Uno de los problemas más graves, es que precisamente son los músicos, especialmente los independientes, lo que no acceden a estos agentes como aliados, sino como obstáculos o intermediarios interesados. Se repite una dinámica de dependencia vertical en donde el agente se aproxima al artista no para construir un proceso, sino para aprovechar su potencial, su visibilidad o su funcionalidad estratégica, son personas que se asocian a artistas sólo cuando estos ya tienen reconocimiento local o nacional, sin haber contribuido a su desarrollo. Gestores culturales que viajan a ferias internacionales usando a músicos como carta de presentación sin que eso genere circulación efectiva de la obra. Curadores que repiten programaciones con los mismos artistas o redes de confianza, restringiendo la rotación de oportunidades y replicando modelos clientelares.

Esto es una forma de extractivismo simbólico, lo cual quiere decir que los artistas producen el contenido, el valor cultural, el relato de identidad y los tales agentes extraen ese valor para sostener su propia legitimidad profesional.

Lo que es preocupante acá, es que muchos de estos “agentes” operan sin estructuras empresariales formales, sin contratos, sin indicadores de impacto ni rendición de cuentas, casi siempre son trabajadores informales o freelance con poca o nula formación pero con muchos “amigos” y mucha capacidad para circular por los espacios de poder cultural, participar como jurados, ser invitados a paneles, o acceder a convocatorias institucionales. Algún día en su mente dijeron “vamos a ser agente musical” y se autonombraron porque así lo permite la informalidad de la cultura de este y otros países y a eso ahora le llaman “networking” otra de las palabras que se apropiaron para darle seriedad al asunto.

Esta falta de formación, sumada a la captura del discurso de la profesionalización, lo que ha logrado es nada más que un ecosistema en el que lo simbólico reemplaza lo funcional, los agentes son validados por sus apariciones, no por sus resultados; por sus redes, no por sus procesos; por su presencia institucional, no por su eficacia con los músicos, ellos en su mente son los “rockstars” y así es que se ha consolidado un modelo de visibilidad sin circulación, donde la industria es más una escenografía que una red productiva real y el músico es el sujeto precarizado, especialmente el músico emergente, que queda relegado a un lugar de fragilidad, sin acceso directo a circuitos de circulación, sin poder negociar con entidades públicas y muchas veces sin herramientas legales o empresariales, incluso vetado muchas veces, el artista entonces cree que depende de estos agentes que se autoerigen como mediadores naturales.

Y todo esto se vuelve aún más tóxico cuando se institucionaliza, por ejemplo con convocatorias que exigen alianzas con agentes para poder postularse, jurados de estímulos que pertenecen a los mismos círculos de gestión o curaduría, ferias donde los artistas pagan por “educación” y contactos sin retorno real y el resultado es lo que hemos visto durante años… un ecosistema vertical, elitista y cerrado en donde la promesa de industria oculta una lógica de exclusión y cooptación.

¿Quién de los cientos de miles de agentes que parasitan en la música nacional es transparente? Usa contratos claros, compromisos medibles, rendición de cuentas a los artistas ¿Cuántos tienen formación real? capacitación en gestión, derechos, producción y desarrollo de audiencias o suelen operar desde entidades formales, no desde la improvisación personal ¿Cuántos en realidad tienen ética profesional o se centran en el artista y no en el beneficio propio?

Sin una base estructural sólida, una formación ética y un modelo de trabajo centrado en el artista, no hay industria real, sino un teatro de profesionalización vacío y profundamente desigual. Es muy cómico que en Colombia se conocen más algunos nombres de estos personajes que de los mismos músicos y creadores porque la tal industria sigue siendo un show.

Uno de montajes más increíble del ecosistema musical colombiano de hoy, es la existencia de una red cada vez más “famosa” de agentes culturales que en lugar de abrir caminos, se dedican a izar las banderas de sus propios egos, se presentan como gestores, curadores, promotores o asesores que salvaran al músico, pero que su práctica diaria no está centrada en la música, sino en el hambre y en el posicionamiento de su imagen como “profesionales del sector”, hasta se maquillan y se peinan para esto. La música, en ese esquema se convierte en una excusa útil, un decorado de fondo para una carrera personal construida sobre la visibilidad simbólica.

A estos “agentes” les gusta operar desde una narrativa de profesionalización, de industria, de desarrollo de públicos, de internacionalización… pero la realidad, lo que se observa es una maquinaria informal, ineficaz y oportunista, utilizan el lenguaje creado para ignorantes como el de la “economía naranja” y “la circulación cultural” pero sus acciones giran en torno a capturar recursos del Estado, obtener viajes a festivales, participar en ruedas de negocio donde rara vez hay acuerdos reales y sobre todo, alimentar sus propios nombres, es decir el favor invertido, el gesto de arrogancia institucionalizada, ellos creen y juran que le están haciendo al artista “un favor”.

Una característica odiosa de este tipo de agente es la forma en que trata al músico. Actúan como si trabajar con un artista fuera un acto de generosidad, como si el hecho de incluir a un músico en una feria, una playlist o una charla fuera un regalo que él otorga desde una posición superior, es una lógica pedante que invierte por completo la relación de valor, se les olvida que es el músico el creador del contenido, el portador del riesgo y el productor central, pero ellos lo tratan como un beneficiario pasivo que debe estar agradecido por ser gestionado y la verdad con la necesidad en la que casi todo viven, dejan que pase, lo permiten, agachan la cabeza… Sí, por favor ayúdeme.

Este trato paternalista y jerárquico es evidente en el uso de convocatorias públicas, muchos de estos agentes construyen su “trayectoria” presentándose año tras año a becas, estímulos y apoyos culturales donde el músico es la fachada del proyecto, pero la intención real es la remuneración del gestor y lo peor es que lo logran, la mayoría lo logra. El arte queda subordinado a la viabilidad administrativa. En este modelo, el agente no trabaja para el músico; el músico trabaja para que el agente cobre y lo peor es que eso ya es una normalidad, se logró el monopolio de oportunidades y cierre del ecosistema en manos de lo que podemos llamar “parásitos”.

A estos agentes les fascina monopolizar los espacios, lejos de abrir oportunidades o descentralizar los circuitos, les encanta reproducir sus propios círculos de confianza, recomendando a los mismos artistas en todas las ferias, participando como jurados de convocatorias donde luego aparecen como ganadores, e incluso asesorando procesos que ellos mismos luego integran y por supuesto destruyendo y despotricando de los que no les caen bien, acabándolos con lenguas viperinas para que “no se metan en su camino”. Y el resultado es una red de cooptación y deshonestidad que cierra las puertas al artista emergente, al gestor regional o a las propuestas no alineadas con el discurso dominante y asi se ha creado así una casta simbólica de gestores culturales que gira en torno a sí misma, que aparecen en los mismos paneles, dictan los mismos talleres, asisten a las mismas ferias y producen una y otra vez el mismo relato: que Colombia tiene una industria musical emergente gracias a ellos. La música, en este discurso, queda reducida a ilustración, a contenido de fondo para una narrativa personal que no siempre se traduce en beneficios reales para los artistas.

Pero acuérdense siempre… sin el músico, no hay agente.

El agente cultural sólo tiene sentido en la medida en que su acción esté al servicio del artista, si no abre puertas, si no genera circulación, si no construye procesos sostenibles, no está siendo un agente, está siendo un intermediario simbólico que se apropia del valor ajeno. Y si, además, se comporta con arrogancia o sentido de superioridad, se convierte en una distorsión peligrosa de la cadena de valor cultural, en una industria musical justa, los gestores son aliados, no protagonistas, trabajan por el crecimiento de los artistas, no por el brillo de su propia firma, no monopolizan los espacios, los multiplican. No se sirven de los músicos…los sirven ¿Les suena familiar?

El gran error de este modelo no es sólo ético sino es estratégico, porque una escena musical fuerte no se construye desde los currículos de los gestores, sino desde la solidez, la autonomía y la visibilidad de sus artistas. Sin músicos, ningún agente existe. Y sin respeto por los músicos, ninguna industria es legítima.

Continúa leyendo

Colombia

Las 10 bandas nacionales recomendadas por Subterránica para ver en Rock al Parque 2025

Publicado

en

Por


En Colombia la riqueza musical se gesta en los barrios, los garajes y los pequeños escenarios, cada edición de Rock al Parque debe ser la oportunidad de poner el foco sobre las bandas nacionales que, con esfuerzo y autenticidad, han construido el pulso de la escena Rock y Metal del país. En un contexto donde lo internacional suele acaparar la atención mediática y los grandes titulares, es fundamental reivindicar el valor de lo local, de los proyectos que han resistido, innovado y dado identidad a generaciones enteras. Los nombres que aquí destacamos no solo encarnan el presente y lo tradicional del rock y el metal colombiano, sino que son la prueba viva de que la creatividad y la fuerza de nuestra música se encuentran, sobre todo, en casa. Para eso es que debe existir este festival.

DEVASTED

Desde el corazón del thrash metal colombiano, Devasted se ha consolidado como una de las bandas más demoledoras de la escena. Su discografía, que incluye títulos como Planeta Guerra (2018) y Demencia y Caos (2021) es un manifiesto de resistencia y denuncia social. En vivo, la banda despliega una energía inagotable, con puestas en escena donde personajes como “Maniático Thrasher” y “Siniestro” encarnan la narrativa de lucha contra la opresión. Devasted ha compartido escenario con referentes internacionales y este año lanzará su nuevo álbum Siniestro en el marco del festival, prometiendo un show de alto voltaje.

SOMBERSPAWN


El metal extremo colombiano encuentra en Somberspawn una de sus expresiones más sofisticadas y contundentes. Su propuesta, que fusiona black y death metal fue una de las más sólidas en la última edición de Wacken Metal Battle, Somberspawn fue una de las grandes sensaciones, llevando la bandera nacional a uno de los escenarios más exigentes del momento en donde fuimos testigos de su técnica, brutalidad y atmósfera oscura y eso los convierten en una cita obligada para los amantes del metal extremo.

HEREJÍA

Con una propuesta de death metal sinfónico, Herejía ha sabido combinar la agresividad del género con arreglos orquestales y una puesta en escena de gran impacto. La banda ha recorrido los principales festivales del país y su presencia es una oportunidad para presenciar la evolución de un proyecto que apuesta por la sofisticación sonora y la potencia lírica y que ha sabido sobreponerse al paso del tiempo y de las pruebas de la vida.

KEEP THE RAGE


Keep the Rage representa la nueva ola del melodic groove metal colombiano. Su música es una declaración de principios: canalizan la ira colectiva y la transforman en una herramienta de conciencia social. Con letras profundas y una puesta en escena poderosa, la banda convierte cada presentación en un acto de catarsis colectiva, enfrentando la irracionalidad y la decadencia contemporánea desde el escenario.

Sin Pudor

Sin Pudor es una de las agrupaciones más representativas del punk colombiano actual, destacando por su formación y su mensaje directo. La banda es un recordatorio de la vigencia del punk como vehículo de protesta y de la importancia de la diversidad en la escena nacional. Sus shows son sinónimo de energía cruda y autenticidad.

APOLO 7

Apolo 7 fusiona el poder del rock con la vitalidad de los ritmos latinos, logrando un sonido fresco y potente que ha conquistado escenarios dentro y fuera del país. Han representado a la escena en escenarios internaciones de envergadura y creado colaboraciones con músicos de élite, es una banda que además de sonar bien, es divertida y llena de energía. Su propuesta, definida como “rock con bravura” es una invitación a la celebración y la experimentación sonora.

RAIN OF FIRE

Desde Tuluá, Rain of Fire ha revolucionado la escena metalera con su fusión de heavy, power y metal progresivo, ganadores de un premio Subterránica este mismo año. Letras de lucha y superación, melodías envolventes y una ejecución impecable han hecho de esta banda una de las más prometedoras del país. Su ascenso ha sido meteórico como nueva referencia del metal nacional.

TENEBRARUM

Tenebrarum es sinónimo de historia y evolución en el metal colombiano. Con más de dos décadas de trayectoria, la banda ha explorado desde el doom y el gothic hasta el metal sinfónico, manteniendo siempre una identidad sólida y una propuesta visual y sonora de alto nivel. Su legado se siente en cada generación de músicos y su show es garantía de calidad y emotividad.

REENCARNACIÓN

Pioneros del ultrametal, Reencarnación es una leyenda viva del metal colombiano. Su influencia trasciende generaciones y géneros, habiendo marcado el camino para innumerables bandas nacionales. Su presencia en la capital es una oportunidad para presenciar la fuerza y el misticismo de un proyecto que ha hecho historia en la música pesada latinoamericana.

LA DERECHA

Hablar de La Derecha es hablar de uno de los clásicos indiscutibles del rock colombiano. Con una carrera que abarca varias décadas, la banda ha sido testigo y protagonista de la evolución del género en el país. Sus canciones, himnos para varias generaciones, y su capacidad para reinventarse los mantienen vigentes y necesarios. Ver a La Derecha en vivo es, sin duda, una experiencia fundamental para entender la historia del rock nacional.

Rock al Parque debe ser, ante todo, una plataforma para lo local, un escenario donde el talento colombiano encuentre eco, proyección y reconocimiento. Estas diez bandas, con trayectorias, propuestas y sonidos diferentes, son la mejor muestra de la riqueza y vitalidad de nuestra escena. Apoyarlas y escucharlas en vivo es celebrar el presente y el futuro del rock hecho en Colombia, lleguen a ver a los locales que son la verdadera esencia y razón de ser de un evento como estos.

Continúa leyendo

Colombia

La iglesia que viola niños quiere seguir censurando conciertos de Rock

Publicado

en

Por

Por Subterránica

En este mundo de hipócritas que ondea falsamente la bandera de la libertad de expresión, la secularidad de los Estados y la autonomía del arte, todavía hay espacios donde las voces más rancias y criminales del pasado insisten en dictar la agenda cultural. Hoy, nos enfrentamos a una de esas ironías brutales y grotescas que solo puede producir la historia: la Iglesia Católica —con una trayectoria documentada de abusos sexuales, encubrimientos sistemáticos y crímenes contra menores— exige, desde su pedestal de falsa moralidad, la cancelación de artistas como Marilyn Manson en San Luis Potosí, México, o la banda de black metal Marduk en Colombia y otros países.

Según ellos, son “satánicos”, “incitan al mal” y “corrompen la juventud”. Como si lo anterior no fuera exactamente lo que hicieron cientos de sus propios sacerdotes durante décadas. Como si no hubiera condenas penales firmes por parte del sistema judicial en Colombia, México y otros países contra miembros de su institución por delitos gravísimos.

La realidad documentada de la Iglesia Católica es un prontuario criminal impresionante… condenas reales, no canciones.

Hablemos con datos, porque parece que muchos tienen la memoria corta y la hipocresía larga.

En Colombia, según el trabajo de investigación de los periodistas Juan Pablo Barrientos y Miguel Ángel Estupiñán (autores de El archivo secreto), se han documentado más de 600 sacerdotes acusados de abuso sexual, de los cuales al menos 51 han sido condenados judicialmente por delitos como violación, acceso carnal violento y actos sexuales con menores. Entre ellos están nombres como:

William de Jesús Mazo Pérez, condenado a 33 años de prisión. https://www.elespectador.com/judicial/en-firme-condena-contra-sacerdote-por-pederastia-article-603103/

Luis Enrique Duque Valencia, sentenciado a más de 18 años por abuso a niños de 7 y 9 años. https://www.elcolombiano.com/colombia/por-pederastia-iglesia-debera-pagar-1-300-millones-BL2850407

Fabio Isaza Isaza, 5 años y 4 meses por abuso sexual de un menor incapacitado. https://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-12743283

En San Luis Potosí (México), donde ahora la iglesia local pide cancelar la presentación de Marilyn Manson, el sacerdote Noé Trujillo fue condenado por estupro a un menor. Y Eduardo Córdova Bautista, antiguo representante legal de la arquidiócesis, tiene más de 100 denuncias por abuso sexual de menores. Está prófugo de la justicia.

Entonces, ¿en serio tenemos que soportar que esta institución —cuya historia en muchos países latinoamericanos está manchada de impunidad, dolor y abusos comprobados— se atreva a censurar a artistas que jamás han cometido delitos equivalentes? ¿Qué clase de estupidez es esta? Y no dejemos atrás a los políticos que los respaldan, es su mayoría ignorantes sin estudios, adoctrinados y pertenecientes a los partidos más radicales, violentos y asesinos.

Para el dolor de los santos, Marilyn Manson, con toda su teatralidad y controversia, ha tenido apenas una condena menor por una falta administrativa (sonarse la nariz sobre una camarógrafa). No ha sido condenado por ningún delito sexual ni violento. Las demás acusaciones han sido desestimadas o resueltas civilmente y dejemos en que sonarse sobre una camarógrafa es algo mínimo comparado con lo que los periodistas sufrimos en esta cagadero de país, como cuando el Estado atacó de frente a Subterránica desde sus redes sociales, se robo medio presupuesto de los festivales, sacaron burlas en un portal de noticias falsas que eran sus contratistas y ¿Qué pasó? Nada… porque Colombia, México y otras fincas latinoamericanas están diseñadas para que los torcidos sean sus dueños y la falsa moral su biblia.

Marduk que ya fue censurado por las acciones de un personaje nefasto , no registra condenas penales ni antecedentes judiciales por ninguna parte. Pero en Colombia han sido vetados y cancelados por presiones morales, muchas veces sin ninguna base legal, solo por su estética y lírica anticristiana.

Entonces, ¿quiénes son los verdaderos criminales? ¿El músico que crea desde la provocación simbólica o la institución que ha protegido violadores en sus filas por décadas?

Señores, lo que pasa es que el homínido promedio no ha entendido que la libertad de expresión no es negociable, se supone que vivimos en Estados laicos, donde la Iglesia no debería tener poder político, ni control sobre lo que una sociedad libre escucha, ve o dice. Sin embargo, la censura clerical continúa activa en muchos niveles, disfrazada de moral, pero actuando como un mecanismo de represión ideológica.

La cancelación de conciertos de metal extremo no es un debate sobre cultura. Es un síntoma de algo mucho más grave: el intento constante de los sectores más oscuros de controlar el discurso público, de silenciar lo incómodo, de imponer una única visión del mundo basada en dogmas… y de tapar sus propios crímenes con una sotana manchada de sangre y que cansancio de verdad tener que vivir en estos países en donde cada día vemos asesinatos a sangre fría, cuerpos en las calles, injusticias, etc y que declaren el rock como enemigo público, pobres pendejos. Solo recuerdo cuando a Subterránica lo sacaron de SOFA porque unos vecinos de Corferias decidieron que era inmoral… “Apaguen el Rock” fue la frase y los cobardes de los organizadores en lugar de luchar se callaron, se escondieron en su oficina y guardaron silencio, como todo en estos países. Si al perro le van a quitar el hueso el perro se agacha.

Casos como el de Marduk ha son blanco de campañas de censura por parte de grupos religiosos que sin ninguna prueba judicial ni delitos cometidos por los integrantes, han logrado bloquear conciertos en ciudades como Bogotá y Medellín. Las justificaciones son siempre las mismas: “atentan contra la moral”, “promueven el satanismo”, “son una amenaza para los jóvenes”. Los medios, timoratos y muchas veces aliados de las élites clericales, replican el discurso sin contrastarlo. Y los gobiernos locales, más preocupados por el escándalo que por la libertad, ceden ante las presiones y cancelan eventos legítimos.

En 2018, por ejemplo, el concierto en Bogotá fue cancelado por presión de organizaciones cristianas. No hubo ningún análisis jurídico, ni se consultó a la comunidad cultural. Simplemente se obedeció al dogma. Más grave aún, lo mismo ha ocurrido con otras bandas como Watain en Ciudad de México o Mayhem en varios países de América Latina ¿La evidencia de delito? Ninguna. Pero cuando la Iglesia levanta el dedo, los gobiernos se bajan los pantalones.

Es aquí donde la hipocresía alcanza su punto más nauseabundo. Mientras los curas pederastas siguen oficiando misas o se esconden en casas de retiro bajo protección institucional, mientras las víctimas siguen esperando justicia que nunca llega, mientras los archivos se mantienen cerrados y el Vaticano guarda silencio, son los músicos —los artistas— los que son vetados públicamente. No por dañar a nadie, sino por expresar ideas incómodas, por criticar a la religión, por utilizar símbolos que alteran la sensibilidad de los herederos del poder inquisitorial. Es decir, por ejercer su libertad de creación lo vimos hace poco con Behemoth en Polonia en donde casi son apresados por “insultar” una figura religiosa.

La censura clerical no solo es una amenaza a la libertad de expresión. Es una forma brutal de reescribir la historia, de manipular al público, de distraer a la sociedad con espectáculos morales mientras se ocultan los crímenes reales. Cancelar un concierto de Marilyn Manson no salva a ningún niño, no impide ningún abuso, no mejora ninguna vida. Solo perpetúa el control de una institución que ha demostrado no merecer autoridad moral.

Y sí, este es un país laico. Al menos en el papel. Porque en la práctica, seguimos viendo cómo obispos, sacerdotes y feligreses organizan cruzadas contra lo que no entienden o no quieren aceptar. Pero no los vemos organizando cruzadas contra los abusadores de su propia casa. No los vemos pidiendo perdón por los crímenes del clero. No los vemos renunciar a sus privilegios fiscales ni entregar a la justicia a sus violadores.

La ironía es insoportable. Los mismos que predican amor, tolerancia y piedad, son los que linchan mediáticamente a artistas cuya única “falta” ha sido hacer música que no se arrodilla. Los mismos que protegieron a Córdova Bautista en San Luis Potosí, a Mazo y Duque en Colombia, a decenas de sacerdotes acusados y condenados, son los que hoy se escandalizan por una puesta en escena teatral, por un maquillaje, por una metáfora.

Tal vez lo que más le tienen miedo es que el arte hable en voz alta, porque el arte, cuando no es domesticado como la mayoría del rock colombiano que ya es un perro sometido al estado, recuerda cosas que quieren que olvidemos. Recuerda que la iglesia no es sinónimo de moral, que el dogma no es ley y que el verdadero peligro no está en un escenario oscuro, sino en las sotanas que se pasean impunes por los altares.

¿Quieren censura? Aquí tienen memoria. ¿Quieren callarnos? Aquí tienen sus gritos con la verdad, la iglesia católica tiene más criminales que muchas mafias. Seguiremos escribiendo, tocando, cantando porque la libertad no se negocia con quienes protegieron violadores y ahora se visten de santos.

En Colombia, el artículo 19 de la Constitución Política garantiza expresamente la libertad de cultos, pero también la libertad de conciencia, de expresión y de creación. El artículo 20 establece que “se garantiza a toda persona la libertad de expresar y difundir su pensamiento y opiniones, la de informar y recibir información veraz e imparcial, y la de fundar medios de comunicación masiva. Son libres la expresión artística, cultural y científica.” Y si eso no basta, el artículo 1 declara al país como un Estado social de derecho, democrático y pluralista, no confesional. Cualquier autoridad civil que cancele un evento artístico solo porque molesta a un grupo religioso está violando directamente la Constitución.

Y aún más claro es el precedente establecido por la Sentencia T-391 de 2007 de la Corte Constitucional, donde se afirmó que la libertad de expresión incluye manifestaciones que puedan ser impopulares, provocadoras, polémicas o contrarias a la moral tradicional. La Corte ha sido enfática en que el arte no debe someterse a criterios religiosos o morales arbitrarios, y que “la protección de la libertad de expresión es más fuerte precisamente cuando lo expresado no gusta o incomoda”.

En México, la situación es igual de clara. El artículo 6º de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos protege la libertad de expresión, y el artículo 7º garantiza la libertad de difusión sin censura previa. Además, el artículo 130 declara de forma explícita la separación del Estado y las iglesias, y prohíbe que las asociaciones religiosas interfieran en asuntos políticos o civiles. Es decir: la Iglesia Católica no tiene ningún derecho legal a incidir en decisiones gubernamentales sobre espectáculos públicos.

Pero lo hace. Lo hace a través de presión social, de discursos incendiarios, de manipulación mediática. Y cuando los funcionarios públicos ceden ante esas presiones —como ha ocurrido con las cancelaciones de conciertos de Marduk, Manson, Watain y otros—, están violando la ley, incurriendo en actos de discriminación ideológica, y en algunos casos, cometiendo abuso de autoridad.

No se trata solo de una batalla cultural. Esto ya es una batalla jurídica. Porque si el Estado laico permite que la moral religiosa imponga sus dogmas sobre la programación artística, entonces deja de ser laico. Si el Estado cede ante el chantaje clerical, entonces ya no es un Estado de derecho, sino un Estado confesional por la puerta de atrás. Y eso, en México, en Colombia, y en cualquier democracia moderna, es inaceptable.

Censurar conciertos por “ofender la religión” es como prohibir libros por hacer pensar. Es como quemar discos por sonar distinto. Es un acto de ignorancia institucionalizada. Pero también es una violación a los derechos humanos, a las normas internacionales de libertad artística, y a los principios más básicos del pluralismo. Por eso no es solo estúpido. Es ilegal.

Quizá lo más doloroso de todo esto no es que la Iglesia intente censurar, sino que lo logre. Que en pleno siglo XXI, con todas las herramientas legales, democráticas y tecnológicas disponibles, todavía tengamos que ver cómo se apagan conciertos, se silencian artistas y se castiga la disidencia creativa por culpa de instituciones que deberían estar rindiendo cuentas, no dando sermones.

La escena del rock, del metal, del arte independiente en México y Colombia lleva años desangrándose. No solo por la corrupción de las entidades culturales, que siguen entregando presupuestos públicos a las mismas redes clientelistas, a los mismos eventos tibios y domesticados, sino por la ignorancia de sectores que nunca entendieron que el arte no existe para adorar al poder, sino para cuestionarlo. Por eso les duele. Por eso lo persiguen. Porque el rock aún representa una amenaza, aunque lo hayan intentado desactivar desde dentro.

Pero si hay algo que deberíamos estar cuestionando, si hay algo que verdaderamente merece censura —una censura social, ética y política— es la historia criminal de una institución que ha quemado mujeres en hogueras por pensar diferente, que ha saqueado civilizaciones enteras en nombre de su dios, que ha condenado libros, perseguido científicos, impuesto dictaduras morales y callado generaciones de voces.

¿Vamos a seguir permitiendo que esa misma institución decida qué podemos oír, qué podemos ver, a quién podemos aplaudir? ¿Vamos a permitir que los que torturaron a Galileo, colonizaron América, asesinaron a miles en las cruzadas y la inquisición, manipularon la verdad, quemaron brujas y libros, escondieron pederastas y callaron víctimas vengan ahora a darnos clases de moral y a cancelar festivales de metal?

Si algo necesita una revisión profunda y una sanción real, no son los artistas, no son los músicos, no son los conciertos. Es esa Iglesia que durante siglos ha sido juez y verdugo, y que ahora pretende jugar a la víctima para seguir dictando normas en sociedades que se pretenden libres. Tal vez, después de todo, el verdadero peligro para la juventud no son las letras oscuras ni las guitarras distorsionadas, sino las sotanas que aún pretenden controlar el pensamiento.

Y eso sí debería darnos miedo…

Continúa leyendo

Tendencias