La mirada Subterránica
¿Por qué fracasa comercialmente el rock colombiano? Y fracasará siempre…

Dejemos atrás de entrada que el rock ahora es un nicho, porque hay cientos de escenas de nicho que siguen siendo exitosas: La Salsa, la música clásica, etc. Que el rock haya dejado de ser la primera opción es una historia vieja, el rock comenzó a decaer a finales de los 90 con Woodstock 99 y lo que vimos en la primera década del siglo fue el crepúsculo de las grandes bandas. Pero hoy el rock sigue siendo exitoso, el tour de estadios de Motley Crue está llenando cada asiento, bandas como Coldplay, Foo Fighters (Esperemos continúen activos) y muchas más llenan cualquier arena, de hecho, el concierto más rentable que ha tenido Bogotá hasta la fecha ha sido Coldplay y esto para una ciudad morronga y mojigata como la nuestra que nunca le abrió espacios al género, que vetó los conciertos por casi una década es mucho decir. Sí hay un público y sí hay dinero para gastar en eventos, entonces ¿Qué sucede? ¿Por qué seguimos cobrando los mismos diez mil pesos de entrada que en los noventa? Con la diferencia que en esa época eso era dinero. ¿Por qué un viernes una banda incluso de covers solo lleva tres personas a un toque? Hay una serie de respuestas y eventos para estas preguntas, pero la más importante se resume en que la culpa de casi todo la tiene esa visión errada y prepotente del músico de rock colombiano.
Llamando “músico” al guitarrista, bajista o baterista empírico que se dedica únicamente a interpretar que es lo que compone el grueso de la escena. La mayoría de bandas del país gira en torno a un personaje central que compone y los demás lo siguen. Ese mismo personaje generalmente hace las veces de productor, manager, booker, diseñador gráfico y hasta ingeniero de sonido y por eso es que tenemos que entender que el músico es un romántico y su excusa siempre será: “Yo cobro porque a mi me ha costado mucho convertirme en lo que soy, mis guitarras cuestan, mi amplificador cuesta, mis ensayos cuestan, bla, bla” y esto es sencillamente un engaño, un pajazo mental y les explicaré la razón.
Yo también pensaba así, obviamente, hasta que comencé a hacer eventos de rock en los circuitos locales, llevamos 20 años realizándolos y no solo en Colombia y es por esto que puedo hacer este análisis, porque tengo puntos de comparación que han sido exitosos en otras partes con las bandas locales, pero en Colombia no ¿Por qué? Comencemos por decir que no es solo en el rock, sucede en muchas otras áreas y negocios, Colombia es un país en donde la mayoría de la gente vive en necesidad y con deudas, siempre hay algo por pagar, el arriendo, el celular, la cuota, etc. Y es un país de comerciantes en donde las profesiones que son valiosas son las que compran o venden algo, sea productos o servicios, este no es un país culto al que le interesen las artes, de hecho, podemos ver que las entidades del gobierno que tienen que ver con las artes son nidos absolutos de corrupción, y precisamente estas entidades tienen gran parte de la culpa de que el rock no sea rentable y autosuficiente en el país.
Pero regresemos a la visión romántica ¿Y qué? ¿Qué pasa conque hay tenido que ahorrar 20 años para su Telecaster o su Gibson? ¿A quien le interesa en donde ensaya y cuanto le cuesta? Parceros la verdad sea dicha al del bar no le importa, al público menos, al ingeniero le pela, de hecho, al único que le importa esto es a usted y a su ego y por eso acuñan frases como “la oficina de hoy”, si usted siente que el rock es una oficina ya fracasó. Usted no puede pretender que un escenario le ponga el mejor backline, el mejor sonido, un buen ingeniero, trago, chicas, autos si al concierto llegan tres amigos que se emputan porque les cobran el cover, dicho sin pasión y sin corazón, a nadie le interesa usted como músico sino el dinero que produzca su producto, sea banda, solista, tributo, etc. Si su banda produce un dineral para nadie va a ser un problema contratarlos, pero si usted lo único que produce son perdidas y lástima entonces es parte del problema. Tiene que crear un producto que se venda y en donde todos puedan ganar. Yo le digo a todo mundo que ese síndrome se cura la primera vez que una banda organiza un concierto, ahí se dan cuenta de la realidad. Mis hermanos están aun pagando una deuda de 160 millones de pesos por estudiar odontología y no le andan diciendo a los pacientes un sermón lastimero de costos y perdidas de su profesión.
Maluma cobra un millón de dólares, aja, pero su concierto produce 15 millones netos, usted cobra un millón de pesos y el que organiza pierde seis. Así no funciona ningún negocio.
A eso súmele que a la gente que le gusta el rock muchas veces no le gustan los bares de rock, porque hay público que es insoportable, pelean, gritan, arman show, se meten con las parejas de los demás, entonces la gente que quiere gastar prefiere ir a otra parte y esperar el concierto grande en El Campín.
Y acá es donde llegan los parásitos a atacar y a terminar de matar la escena del rock colombiano de la siguiente manera: Los agentes autonombrados, empíricos y las mafias estatales. Estos dos tipos de parásitos viven de la inocencia, la necesidad y la visión romántica de los músicos. Se han hecho llamar managers, periodistas, curadores, etc. Sin haber pisado una universidad y ustedes los tienen superbién alimentados pagándoles sus “servicios” que los harán “famosos”, asistiendo a sus encuentros y ruedas de negocios y porque todas las bandas insultan al gobierno, que Uribe Paraco, que Petro Mamerto, que los falsos positivos, que el gobierno corrupto, pero ahí están en la lista de Rock al Parque, entonces ahí si el gobierno es bueno, es el único que puede pagar el rock y han convertido al rock del país en una horda de mendigos arrodillados que hace lo que papi gobierno le dice, incluso llamar rock a esas papayeras eléctricas con guacharaca y todo y meterse en la cabeza que el vallenato es el rock de mi pueblo.
Todo esto mató al rock nacional, el ego de los músicos, la visión pasional y romántica, los agentes y entidades parásitas y convirtieron la escena en una horda de necesitados de la que todo el mundo se aprovecha. Y esto seguirá así hasta que el músico no vuelva a tener dignidad.
Les dejo un pensamiento: ¿Se imaginan a los Sex Pistols llamando a la reina a que les coloque una tarimita en el parque para insultarla y les pague? No solo es absurdo, es patético. Al rock de este país le falta furia y valores morales. Acá no se vive del rock, se vive para el rock y eso es una gran diferencia.
@felipeszarruk
Foto de Pexels
Colombia
Carlos Vives se defecó en We Will Rock You y no se podía pedir más.

Oh, yo sé que con esto van a revolcarse muchos en su micromundo… Recuerdo un día en LAMC 2016 en New York en donde tuve un fuerte discusión con Carlos Vives, él era panelista y yo asistente… le reclamé por su frase vacía y minimizadora “el rock de mi pueblo”, porque el rock de mi pueblo es lo que hacen las miles de bandas sin espacios en Colombia y no ese vallenato modernizado con el que quiso darle a entender al mundo que nosotros necesitábamos encajar en base a papagayos y ruanas, ese episodio fue incómodo, tener que convencer a 100 personas que lo que el señor hace se llama Vallenato no es tarea fácil.
Este fin de semana pasado, en el Festival cordillera de Bogotá, un festival que precisamente se apalanca de la nostalgia y de géneros que no terminan de tener identidad para vender boletos, apareció el samario y entre su repertorio le pareció buena idea destruir la canción de Queen “We will Rock You” y no solo en la parte musical sino en el adefesio del estribillo “viva el vallenato”. Y aunque ya lo había hecho en otros escenarios, en Colombia esto tiene una connotación diferente, porque pasa en un lugar en donde el rock ha sido reemplazado por una doctrina, una dictadura musical y la gente lo celebra, porque sí, porque ese es el rock de mi pueblo. Ese mismo Rock de mi pueblo en donde Diomedez Díaz era un “rockstar” según varios periodistas y la terquedad de personajes ignorantes como los curadores de varios festivales públicos y privados que le enseñaron a Colombia que el rock es una caricatura, que es un acto bufonesco y que no se puede tomar en serio, lo vemos cada año en rock al parque donde algunos salen con actos de carnaval para decir que es rock.

Cuando Vives habla del “rock de su pueblo” como si fuera algo lejano, olvidado o no digno, desprecia sin saber las miles de bandas que luchan por un espacio en Colombia, que no viven de la nostalgia ni del marketing barato. El rock de mi pueblo son cada uno de esos músicos invisibles, no un producto empaquetado y vendido como mercancía a golpe de éxitos comerciales.
Pueden ver el aparte de la presentación acá: https://www.facebook.com/reel/1091531683187577
Eso que llamaron “el rock de mi pueblo”, esa insistencia absurda, eso no es rock, es puro circo. Es el reflejo de una industria y una cultura que han permitido que la esencia rebelde, contestataria y auténtica del rock se diluya en un mercado de nostalgia decreciente y en performances de bajo nivel artístico. La música se convierte en un trámite, en una farsa que se vende fácil para llenar estadios y alimentar egos. Pero bien… eso es ¿no? pan y circo.
El problema principal de que ocurran situaciones como la distorsión y banalización del rock en Colombia radica en una combinación de factores estructurales y culturales profundamente arraigados. Primero, hay una ausencia crónica de espacios, apoyo institucional y reconocimiento real para la escena musical independiente y de culto. Esto genera un vacío que aprovechan el mercado, la industria y figuras mediáticas que priorizan lo comercial, lo fácil y lo rentable, en detrimento de la autenticidad y la calidad artística.
Además, hay una confusión cultural sobre lo que realmente es el rock y su función social e histórica. En Colombia, muchos sectores confunden géneros y estilos, mezclando sin rigor el folclore, la música popular masiva y el rock, lo que lleva a percepciones erradas y una degradación conceptual del género. El rock, que debería representar rebeldía, reflexión y expresión profunda, termina reducido a eslóganes vacíos, performances carnavalescos o fusiones superficiales, que se aceptan y legitiman socialmente como “rock”. Pero ya estamos hartos de repetirlo durante años porque no lo van a entender. Para estos personajes meterle 4/4 al vals va a ser normal o jugar Fútbol con aletas y bates de beisbol también porque en su pequeño y sesgado mundo “la música es una” y el “deporte es uno”. Es una pelea perdida, mientras la ignorancia tenta dinero el arte jamás tendrá dignidad.

También existe un problema generacional y de liderazgo musical. Algunos referentes, con poca formación o conciencia del legado, perpetúan y alimentan esas visiones erradas. Esa falta de guía y visión clara hace que nuevas generaciones no tengan modelos a seguir sólidos ni una identidad clara, lo que lleva a una escena fragmentada y vulnerable a la mercantilización y normalización de lo mediocre, en donde el problema principal es la falta de una estructura cultural, educativa, institucional y económica que apoye y valore genuinamente el rock auténtico, sumado a una ignorancia generalizada que permite que se trivialice o se reduzca a una caricatura para consumo masivo. Hasta que esto no se corrija, la escena seguirá siendo presa fácil de la banalización. Y a esto, a este pedido le llaman “radicalismo”, pero no lo es… radicalismo es sentar una estupidez como dogma y hacerlo una bandera.
El rock en Colombia se merece más que esto. Se merece respeto, espacios reales, apoyo a las bandas fuera de los reflectores que trabajan con honestidad y compromiso, sin venderse a la nostalgia o a la caricatura. Lo que vimos en Cordillera fue solo otro capítulo más de un largo proceso de degradación cultural que ya estamos hartos de denunciar y combatir, el rock colombiano es una burla pública.
Así que mientras algunos celebran ese absurdo “viva el vallenato” en el estribillo de “We Will Rock You”, otras miles de voces están haciendo el verdadero rock de este país, el que duele, incomoda y lucha. Y esas voces son las que verdaderamente mantienen vivo el espíritu fuerte y genuino de nuestra música. Por favor no vayan a llorar.
@felipeszarruk
Colombia
La música hoy es un puto producto industrial vendiendo humo para una máquina insaciable que se llama algoritmo.

La industria musical atraviesa una crisis brutal… tiene hambre, hambre insaciable, hoy todo se ha convertido en un asunto de algoritmos y modelos de distribución masiva que solo buscan hacer dinero sin importar si la música vale algo o no.
En una charla de Symphonic Distribution en el Bomm de Bogotá, una chica —aún en sus veintes— lanzó la idea “sofisticada” de que los músicos deben sacar música todos los días para alimentar estos algoritmos. Eso no es arte, es pura explotación y pérdida de la esencia creativa, lo que importa hoy no es lo que hagas, sino cuánto ruido generes para que la máquina te mantenga arriba.
Históricamente la música es un proceso lento, un trabajo artístico donde la paciencia, la reflexión y el detalle hacen que una canción conecte de verdad con quien la escucha. Pintores, escritores, músicos… todos se toman el tiempo porque saben que la magia no sale en cinco minutos ni en una ida al baño, pero ahora los artistas están atrapados en un ritmo frenético diseñado por plataformas, donde producen en masa para engordar estadísticas y mantenerse visibles, esa propuesta horrible de sacar música diariamente refleja un sistema que mata la creatividad y la reemplaza con pura producción en serie, como mulas de carga que deben alimentar el nuevo negocio de la música que solo le sirve a las distribuidoras y plataformas.
Y no es sorpresa que esto se manifieste en géneros como el reguetón, donde el éxito no depende ni de la complejidad musical ni de letras que tengan algo que decir, sino de beats repetitivos y letras vacías que cualquier programa barato como Fruity Loops puede generar a chorro, esa facilidad para tirar decenas de canciones al día ha forzado al resto de géneros a entrar en un juego de repetición y banalidad para competir en visibilidad, dejando un montón de música que parece más ruido vacío que arte, lo vemos en cientos de músicos desesperados por sacar 50 sencillos al año que quedan en el olvido.

Esto no solo pasa en la música; el cine también está en caída libre, ahora la calidad se mide en taquilla, prefieren llenar salas con fórmulas recicladas que arriesgar con historias que hagan pensar o sientan de verdad, el arte se ha convertido en mercancía, y la diversidad y la innovación han quedado aplastadas bajo la lógica del negocio, los creadores o se amoldan o desaparecen y el resultado es un empobrecimiento cultural que apaga la chispa creativa.
Los músicos están en medio de un gran problema… O se venden y se adaptan a estas reglas que los despersonalizan o defienden lo que para muchos es lo más importante: el valor del arte, aunque eso implique arriesgar su sustento económico y en países como los nuestros el hambre es más fuerte que cualquier cosa, hay que ser honestos y aceptar que los artistas de hoy están desesperados por comer y por eso son sometidos como escalvos a los caprichos de estos modelos que pareciera que son lo único que existe. Lamentablemente, casi todos eligen jugar el juego para sobrevivir. Y esa misma necesidad alimenta un círculo vicioso que termina en una escena musical fragmentada, saturada de contenido efímero y vacío.
El impacto es doble, culturalmente la música pierde lo que la hacía única, su identidad, fuerza rebelde y memoria emocional y económicamente, los mejores artistas no reciben reconocimiento ni la compensación que merecen, triunfa el que más vomita lo que ahora llaman “contenido” mientras plataformas y empresas acumulan fortunas. La creación artística se ha convertido en una mercancía más y el músico en un mercenario pasivo peón de un tablero dominado por algoritmos y resultados financieros.
Pero la historia nos ha enseñado que la esencia creativa nunca se puede silenciar del todo y aunque el ruido ensordecedor y la presión mercantil parezcan dominar, siempre aparecerán voces auténticas que romperán con las fórmulas y rescatarán la dignidad del arte, esa resistencia es lo que mantiene viva la magia de la música y su capacidad de conmover, incluso cuando todo está diseñado para lo contrario.

Está clarísimo, la industria debe dejar de verse como una cadena de producción y músicos y el público tienen que volver a valorar la calidad y autenticidad por sobre la cantidad y el consumo rápido. No se trata de rechazar a la tecnología o a las plataformas, sino de recuperar la autonomía creativa y establecer un equilibrio donde la música sea para el arte y las emociones, no para contar streams o obedecer a un puto algoritmo frío.
En pocas palabras, la idea de hacer música a diario para complacer a un algoritmo no solo es ridícula, sino que desnuda una crisis general que afecta toda la cultura contemporánea y lo preocupante es que eso es lo que están enseñando como “lo lógico” y el “camino a seguir” en los encuentros musicales. Es la señal de que el verdadero arte está siendo reemplazado por una versión falsa diseñada solo para hacer dinero rápido… que el hambre no impida abrir los ojos a esta realidad y actuar con fuerza para cambiarla, de lo contrario el mejor camino para hacer dinero es vender empanadas o traer cosas de china, no maten la música por culpa de un almuerzo.
Colombia
“Buenas prácticas” el Encuentro de Idartes bajo la sombra de los hallazgos y la repetición de viejas mañas.

El Instituto Distrital de las Artes (Idartes) ha anunciado con bombos y platillos la realización del Encuentro de Buenas Prácticas en la Gestión Pública de las Artes en Iberoamérica. La sola frase despierta desconcierto: ¿cómo puede erigirse en referente de transparencia una institución que carga sobre sus hombros una larga historia de cuestionamientos fiscales, disciplinarios y éticos? El evento, pensado como una vitrina de excelencia, termina viéndose como un espejo incómodo en el que los fantasmas del pasado y las denuncias recientes aparecen reflejados con nitidez.
Desde hace más de una década, los festivales y equipamientos culturales administrados por Idartes han sido objeto de auditorías, visitas fiscales y debates en el Concejo de Bogotá. En 2018 y 2021, por ejemplo, la Contraloría de Bogotá practicó visitas fiscales a los contratos de Rock al Parque, encontrando irregularidades en la publicación de pliegos, falencias en la gestión de archivos y deficiencias en la supervisión. Algunos de estos hallazgos fueron tan graves que se consignaron con presunta incidencia disciplinaria y fiscal. ¿Puede hablarse de “buena práctica” cuando el festival bandera de la ciudad acumula observaciones de este calibre?
El caso no se limita al festival. Auditorías anteriores llamaron la atención sobre el manejo de boletería en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán, donde no existían informes pormenorizados de ingresos, y sobre la compra del Teatro San Jorge, incluida en seguimientos especiales por la Contraloría. A estos antecedentes se suman contratos entre 2017 y 2019 en los que se detectaron falta de evidencia de ejecución, deficiencias de supervisión y problemas de gestión documental. La lista no es un inventario menor: son síntomas de un modelo de gestión que se repite y que parece haber normalizado la opacidad.

El capítulo más reciente lo protagonizan los teatros San Jorge y El Parque. En 2024, la Procuraduría General de la Nación abrió indagación disciplinaria contra funcionarios de Idartes por presuntos sobrecostos y retrasos en las obras de remodelación. Y en enero de 2025, la Contraloría Distrital notificó la apertura de un proceso de responsabilidad fiscal sobre el contrato 1878 de 2021, advirtiendo un posible detrimento de 97 millones de pesos. Es decir, mientras se prepara un encuentro internacional para hablar de gestión ejemplar, la entidad anfitriona se defiende de señalamientos por mala ejecución y pérdida de recursos públicos.
Pero no todo se reduce a cifras y hallazgos técnicos. La comunidad cultural ha denunciado durante años dinámicas igualmente corrosivas, aunque menos visibles en los informes oficiales. El acoso y veto a agentes independientes, la programación cerrada de escenarios públicos que terminan convertidos en feudos privados, los jurados con vínculos laborales previos que terminan premiando a sus propios círculos y los pagos cuestionables a sociedades de gestión colectiva como Sayco forman parte de un relato recurrente. Estas prácticas, aunque no siempre aparecen en los documentos de los entes de control, construyen un ambiente de exclusión y favorecimiento que contradice cualquier discurso de equidad cultural.
El tema ha tenido también eco político. En febrero de 2024, el concejal Rubén Torrado denunció en sesión del Concejo sobrecostos de hasta un 500 % en la compra de dotación para los mismos teatros. Sus palabras encendieron un debate que dejó claro que las dudas sobre la transparencia de Idartes no son capricho de unos pocos críticos, sino preocupación de instituciones de control y de representantes políticos.
Con este panorama, el Encuentro de Buenas Prácticas corre el riesgo de convertirse en una puesta en escena paradójica: el anfitrión exhibe un traje impecable para recibir a sus invitados, pero no logra ocultar las manchas en el espejo. En lugar de abrir un espacio para la autocrítica y la reparación, la institución parece interesada en blindar su imagen y proyectar hacia afuera una normalidad que puertas adentro está en entredicho.
Y como si todo esto no bastara, en los pasillos del sector circula una versión que, de confirmarse, ratificaría la sensación de círculo cerrado y falta de renovación: fuentes confiables aseguran que Chucky García, programador y curador de Rock al Parque durante casi una década, estaría cerca de regresar a su antiguo rol. García ha sido señalado en el pasado como símbolo de la repetición de élites en la curaduría, y su eventual retorno difícilmente podría leerse como un signo de apertura o cambio. Más bien, reforzaría la idea de un oligopolio cultural que se perpetúa con los mismos nombres y las mismas prácticas, ahora maquilladas bajo el discurso de las “buenas prácticas”.
En este contexto, el encuentro de Idartes no aparece como un espacio de construcción colectiva, sino como un ejercicio de legitimación institucional. Un foro que, en lugar de inspirar confianza, despierta preguntas incómodas: ¿se puede hablar de buenas prácticas cuando las malas prácticas no han sido aclaradas ni superadas? ¿Qué clase de modelo se quiere proyectar a Iberoamérica: el de la transparencia o el de la simulación? La respuesta no la dará un eslogan ni un evento de relumbrón, sino la capacidad real de transformar estructuras enquistadas que hasta hoy siguen alimentando la desconfianza.
En este panorama, hablar de “buenas prácticas” parece un gesto cínico. ¿Cuáles son esas prácticas? ¿Blindarse tras comunicados oficiales? ¿Repetir los mismos nombres en la curaduría, como si la cultura de una ciudad entera se redujera a una camarilla? Según fuentes del sector, la inminente reaparición de uno de sus actores eternizados en Rock al Parque es la mejor prueba de que los cambios son de forma y no de fondo: las curadurías terminan reciclándose en torno a los mismos actores, anclando una élite cultural que controla la programación, las convocatorias y hasta los jurados.
Lo más grave es que nadie escucha a los agentes independientes. Los vetos, las retaliaciones y las exclusiones sistemáticas quedan invisibilizados, mientras la institución se blinda en su burocracia y la justicia —cuando interviene— casi siempre favorece a los funcionarios y archiva los procesos. La desigualdad se institucionaliza y el discurso oficial se impone como si nada ocurriera.
En este contexto, ¿qué sentido tiene luchar por las artes en un país donde la cultura está sometida a un oligopolio comprobado, sostenido tanto por prácticas administrativas cuestionadas como por una red de favores políticos? A veces, la lucha parece en vano: se gasta vida, se gasta pasión, se gasta esperanza en un terreno donde los dados están cargados. Y aun así, la resistencia persiste, porque la cultura no le pertenece al oligopolio ni a sus curadores perpetuos: le pertenece a la gente que la crea y que, a pesar de todo, se niega a rendirse.
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