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La mirada Subterránica

¿Rock de mentira vs. Rock de verdad? la “guerra” entre posers y trues en el mundo del Rock y el Metal.

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Ah, el apasionante universo del Rock y el Metal, un universo increíble y con historias increíbles. En la última temporada de la serie Stranger Things de Netflix pudimos apreciar el ejemplo perfecto del Metalero True, Eddie Munson, que a punta de su amor por la guitarra y el Metal contribuyó para derrotar o al menos aminoras las fuerzas demoníacas que los asechaban, pero lo que sucede, es que este metalero true ocasionó una ola mundial de posers que ahora escuchan Metallica y usan sus camisetas.

¿Qué es un poser y qué es un true? Existe una batalla legendaria que se ha dado a lo largo de los años. Estos términos, cargados de significado y pasión, representan dos facciones opuestas que luchan por imponer su verdad y autenticidad en la escena musical, así que exploraremos el origen de estos términos, sus características distintivas y la peculiar guerra cultural que los rodea y ya verán que después de leer los feeds de las redes sociales y las conversaciones tomarán otro color para ustedes identificando posers y trues.

La historia de los posers y los True se remonta a los albores del rock, a medida que el género se popularizaba, surgieron aquellos que, impulsados por la moda y la superficialidad, se apropiaron de la estética rockera sin comprender realmente su esencia, así nacieron los posers, personajes que se disfrazaban de rockeros sin tener una verdadera pasión por la música y la cultura del género. Por otro lado, los True emergieron como una respuesta de la verdadera comunidad rockera, aquellos que vivían y respiraban el rock en su forma más pura.

Algunos dicen que fue el escritor y crítico musical Lester Bangs, quien usó la palabra “poseur” para describir a algunos artistas glam rock de los años 70, como David Bowie o Alice Cooper, a quienes acusaba de ser falsos y comerciales. Otros dicen que fue el cantante y guitarrista Ted Nugent, quien se autoproclamó como el “único verdadero rey del rock and roll” y criticó duramente a las bandas punk y new wave por ser “posers” que no sabían tocar sus instrumentos. Lo cierto es que estos términos se han usado desde entonces para etiquetar y descalificar a diferentes grupos y subgéneros dentro del rock.

Los posers son reconocidos por su estética llamativa y ostentosa, sus atuendos exagerados y su actitud vacía, a menudo se adhieren a estereotipos superficiales del rock sin comprender la esencia del género, pueden ser vistos en conciertos con camisetas de bandas famosas sin conocer siquiera una canción de ellas, buscan la aprobación social, pero carecen de la autenticidad que los True defienden con pasión.

Los posers son el blanco favorito de las burlas y los insultos de los True, quienes los consideran unos impostores que manchan el nombre del rock. Los True tienen una lista negra de bandas y artistas que consideran posers, como Bon Jovi, Nickelback, Avril Lavigne o Limp Bizkit y también tienen un radar especial para detectar a los posers en su entorno. Algunas preguntas típicas que les hacen son:

¿Cuál es tu álbum favorito de Black Sabbath y por qué?
¿Cuál es la historia detrás de la portada del álbum “Appetite for Destruction”?
¿Qué conoces sobre la escena del rock progresivo de los años 70 y puedes mencionar tres álbumes icónicos de ese período?
¿Puedes explicar la diferencia entre el hair metal y el thrash metal, y mencionar bandas representativas de cada estilo?

Si no sabes las respuestas, entonces eres un poser.

Un ejemplo clásico de poser es el personaje de Marty McFly en la película Volver al Futuro, quien se pone una chaqueta roja de cuero, unos lentes oscuros y una guitarra eléctrica para impresionar a su madre en el pasado. Sin embargo, cuando intenta tocar Johnny B. Goode de Chuck Berry, termina haciendo un solo desastroso que deja al público boquiabierto y confundido y termina su actuación con la frase famosa “sus hijos amarán esto”.
Otro ejemplo más reciente es el caso de Justin Bieber, quien en 2015 sorprendió a sus fans al aparecer con una camiseta de Metallica en un programa de televisión, los seguidores de la banda de thrash metal no tardaron en criticar al cantante pop por su falta de respeto y conocimiento del género.

Por su parte los True, son los guardianes del espíritu rockero En el otro extremo de la batalla, quienes han dedicado su vida al rock. Estos verdaderos amantes del género tienen un conocimiento profundo de la música y su historia. Se identifican con la rebeldía, la energía y los valores que caracterizan al rock. Los True no solo visten camisetas de bandas, sino que conocen las letras, las influencias y las historias detrás de cada canción. Para ellos, el rock es un estilo de vida y una forma de expresión inquebrantable.

Los True se sienten orgullosos de su lealtad y su criterio musical. Ellos saben distinguir el buen rock del mal rock, y no se dejan engañar por las modas o las tendencias. Los True tienen una lista de bandas y artistas que consideran verdaderos, como Led Zeppelin, Black Sabbath, Iron Maiden o Metallica. Los True también tienen un código de honor que los obliga a defender el rock ante cualquier amenaza. Algunas reglas que siguen son:

Nunca escuchar música pop, reggaeton o trap.
Nunca criticar a una banda de rock sin haber escuchado al menos tres discos suyos.
Nunca vender o regalar una camiseta, un disco o un póster de una banda de rock.

Si no cumples estas reglas (o cualquier otra que se les ocurra), entonces no eres un True.

Un ejemplo emblemático de True es el músico Euronymous, fundador de la banda noruega Mayhem y pionero del black metal. Euronymous era tan fiel a sus ideales que llegó a afirmar que solo las personas que habían cometido crímenes podían ser consideradas verdaderos metaleros. Su fanatismo lo llevó a tener una rivalidad mortal con otro músico llamado Varg Vikernes, quien terminó asesinándolo en 1993.

Otro ejemplo más moderno es el caso de Dave Grohl, ex baterista de Nirvana y líder actual de Foo Fighters. Grohl es considerado uno de los músicos más respetados y versátiles del rock contemporáneo. Su pasión por el género lo ha llevado a colaborar con artistas como Queens of the Stone Age, Tenacious D, Paul McCartney y David Bowie.

La lucha por la autenticidad: La confrontación entre posers y True es una batalla cultural que se desarrolla tanto en las redes sociales como en el mundo real. Las disputas en foros y comentarios de YouTube pueden ser épicas o a veces despiadas llenas de insultos y de argumentos con o sin razón, ambas partes defienden apasionadamente su perspectiva, arrojando datos y anécdotas para afirmar su superioridad, pero es importante recordar que en el fondo, ambas facciones comparten el amor por la música y su deseo de ser parte de una comunidad que los acepte.

Un ejemplo divertido de esta lucha se puede ver en el episodio de South Park titulado “Make Love, Not Warcraft”, donde los protagonistas se enfrentan a un jugador que los molesta en el juego online World of Warcraft. Los chicos deciden crear sus propios personajes inspirados en bandas de metal como Slayer, Pantera y Metallica, mientras que el villano se hace llamar “Nelson” y usa una camiseta de Britney Spears.

Un ejemplo más serio se puede ver en el documental Metal: A Headbanger’s Journey, donde el antropólogo y metalero Sam Dunn explora las diferentes ramas y subculturas del metal en el mundo. En su viaje, Dunn entrevista a músicos, fans y expertos sobre la historia, la filosofía y la estética del género, el documental muestra cómo el metal ha sido un espacio de resistencia, creatividad y diversidad para millones de personas.

Entonces es verdad que la rivalidad entre posers y True puede ser entretenida, pero también es real que muchas veces sobrepasa los límites del entretenimiento y puede causar conflictos graves como ya lo hemos visto en varias escenas locales en el mundo. Esta diferencia ha causado tragedias, muertes, peleas, demandas, calumnias, injurias y es porque se lleva al plano personal, creo que no tenemos que explicar mucho esto, todos los que vivimos el rock apasionadamente hemos sido parte de algún conflicto.

Pero entonces es crucial recordar que el mundo del rock acoge a todos los que encuentran una conexión con él, es un camino personal que cada individuo recorre de manera distinta. El rock es una fuerza poderosa que puede unir a las personas y permitirles expresarse libremente y hay que darle cabida a tod… neeeeeeeeeeeh, mentiras, hay quienes crees que la cumbia es rock y la música es una jajajaja. ¡Posers!

Colombia

Carlos Vives se defecó en We Will Rock You y no se podía pedir más.

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Oh, yo sé que con esto van a revolcarse muchos en su micromundo… Recuerdo un día en LAMC 2016 en New York en donde tuve un fuerte discusión con Carlos Vives, él era panelista y yo asistente… le reclamé por su frase vacía y minimizadora “el rock de mi pueblo”, porque el rock de mi pueblo es lo que hacen las miles de bandas sin espacios en Colombia y no ese vallenato modernizado con el que quiso darle a entender al mundo que nosotros necesitábamos encajar en base a papagayos y ruanas, ese episodio fue incómodo, tener que convencer a 100 personas que lo que el señor hace se llama Vallenato no es tarea fácil.

Este fin de semana pasado, en el Festival cordillera de Bogotá, un festival que precisamente se apalanca de la nostalgia y de géneros que no terminan de tener identidad para vender boletos, apareció el samario y entre su repertorio le pareció buena idea destruir la canción de Queen “We will Rock You” y no solo en la parte musical sino en el adefesio del estribillo “viva el vallenato”. Y aunque ya lo había hecho en otros escenarios, en Colombia esto tiene una connotación diferente, porque pasa en un lugar en donde el rock ha sido reemplazado por una doctrina, una dictadura musical y la gente lo celebra, porque sí, porque ese es el rock de mi pueblo. Ese mismo Rock de mi pueblo en donde Diomedez Díaz era un “rockstar” según varios periodistas y la terquedad de personajes ignorantes como los curadores de varios festivales públicos y privados que le enseñaron a Colombia que el rock es una caricatura, que es un acto bufonesco y que no se puede tomar en serio, lo vemos cada año en rock al parque donde algunos salen con actos de carnaval para decir que es rock.

Cuando Vives habla del “rock de su pueblo” como si fuera algo lejano, olvidado o no digno, desprecia sin saber las miles de bandas que luchan por un espacio en Colombia, que no viven de la nostalgia ni del marketing barato. El rock de mi pueblo son cada uno de esos músicos invisibles, no un producto empaquetado y vendido como mercancía a golpe de éxitos comerciales.

Pueden ver el aparte de la presentación acá: https://www.facebook.com/reel/1091531683187577

Eso que llamaron “el rock de mi pueblo”, esa insistencia absurda, eso no es rock, es puro circo. Es el reflejo de una industria y una cultura que han permitido que la esencia rebelde, contestataria y auténtica del rock se diluya en un mercado de nostalgia decreciente y en performances de bajo nivel artístico. La música se convierte en un trámite, en una farsa que se vende fácil para llenar estadios y alimentar egos. Pero bien… eso es ¿no? pan y circo.

El problema principal de que ocurran situaciones como la distorsión y banalización del rock en Colombia radica en una combinación de factores estructurales y culturales profundamente arraigados. Primero, hay una ausencia crónica de espacios, apoyo institucional y reconocimiento real para la escena musical independiente y de culto. Esto genera un vacío que aprovechan el mercado, la industria y figuras mediáticas que priorizan lo comercial, lo fácil y lo rentable, en detrimento de la autenticidad y la calidad artística.

Además, hay una confusión cultural sobre lo que realmente es el rock y su función social e histórica. En Colombia, muchos sectores confunden géneros y estilos, mezclando sin rigor el folclore, la música popular masiva y el rock, lo que lleva a percepciones erradas y una degradación conceptual del género. El rock, que debería representar rebeldía, reflexión y expresión profunda, termina reducido a eslóganes vacíos, performances carnavalescos o fusiones superficiales, que se aceptan y legitiman socialmente como “rock”. Pero ya estamos hartos de repetirlo durante años porque no lo van a entender. Para estos personajes meterle 4/4 al vals va a ser normal o jugar Fútbol con aletas y bates de beisbol también porque en su pequeño y sesgado mundo “la música es una” y el “deporte es uno”. Es una pelea perdida, mientras la ignorancia tenta dinero el arte jamás tendrá dignidad.

También existe un problema generacional y de liderazgo musical. Algunos referentes, con poca formación o conciencia del legado, perpetúan y alimentan esas visiones erradas. Esa falta de guía y visión clara hace que nuevas generaciones no tengan modelos a seguir sólidos ni una identidad clara, lo que lleva a una escena fragmentada y vulnerable a la mercantilización y normalización de lo mediocre, en donde el problema principal es la falta de una estructura cultural, educativa, institucional y económica que apoye y valore genuinamente el rock auténtico, sumado a una ignorancia generalizada que permite que se trivialice o se reduzca a una caricatura para consumo masivo. Hasta que esto no se corrija, la escena seguirá siendo presa fácil de la banalización. Y a esto, a este pedido le llaman “radicalismo”, pero no lo es… radicalismo es sentar una estupidez como dogma y hacerlo una bandera.

El rock en Colombia se merece más que esto. Se merece respeto, espacios reales, apoyo a las bandas fuera de los reflectores que trabajan con honestidad y compromiso, sin venderse a la nostalgia o a la caricatura. Lo que vimos en Cordillera fue solo otro capítulo más de un largo proceso de degradación cultural que ya estamos hartos de denunciar y combatir, el rock colombiano es una burla pública.

Así que mientras algunos celebran ese absurdo “viva el vallenato” en el estribillo de “We Will Rock You”, otras miles de voces están haciendo el verdadero rock de este país, el que duele, incomoda y lucha. Y esas voces son las que verdaderamente mantienen vivo el espíritu fuerte y genuino de nuestra música. Por favor no vayan a llorar.

@felipeszarruk

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Colombia

La música hoy es un puto producto industrial vendiendo humo para una máquina insaciable que se llama algoritmo. 

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La industria musical atraviesa una crisis brutal… tiene hambre, hambre insaciable, hoy todo se ha convertido en un asunto de algoritmos y modelos de distribución masiva que solo buscan hacer dinero sin importar si la música vale algo o no.

En una charla de Symphonic Distribution en el Bomm de Bogotá, una chica —aún en sus veintes— lanzó la idea “sofisticada” de que los músicos deben sacar música todos los días para alimentar estos algoritmos. Eso no es arte, es pura explotación y pérdida de la esencia creativa, lo que importa hoy no es lo que hagas, sino cuánto ruido generes para que la máquina te mantenga arriba.

Históricamente la música es un proceso lento, un trabajo artístico donde la paciencia, la reflexión y el detalle hacen que una canción conecte de verdad con quien la escucha. Pintores, escritores, músicos… todos se toman el tiempo porque saben que la magia no sale en cinco minutos ni en una ida al baño, pero ahora los artistas están atrapados en un ritmo frenético diseñado por plataformas, donde producen en masa para engordar estadísticas y mantenerse visibles, esa propuesta horrible de sacar música diariamente refleja un sistema que mata la creatividad y la reemplaza con pura producción en serie, como mulas de carga que deben alimentar el nuevo negocio de la música que solo le sirve a las distribuidoras y plataformas.
Y no es sorpresa que esto se manifieste en géneros como el reguetón, donde el éxito no depende ni de la complejidad musical ni de letras que tengan algo que decir, sino de beats repetitivos y letras vacías que cualquier programa barato como Fruity Loops puede generar a chorro, esa facilidad para tirar decenas de canciones al día ha forzado al resto de géneros a entrar en un juego de repetición y banalidad para competir en visibilidad, dejando un montón de música que parece más ruido vacío que arte, lo vemos en cientos de músicos desesperados por sacar 50 sencillos al año que quedan en el olvido.

Esto no solo pasa en la música; el cine también está en caída libre, ahora la calidad se mide en taquilla, prefieren llenar salas con fórmulas recicladas que arriesgar con historias que hagan pensar o sientan de verdad, el arte se ha convertido en mercancía, y la diversidad y la innovación han quedado aplastadas bajo la lógica del negocio, los creadores o se amoldan o desaparecen y el resultado es un empobrecimiento cultural que apaga la chispa creativa.
Los músicos están en medio de un gran problema… O se venden y se adaptan a estas reglas que los despersonalizan o defienden lo que para muchos es lo más importante: el valor del arte, aunque eso implique arriesgar su sustento económico y en países como los nuestros el hambre es más fuerte que cualquier cosa, hay que ser honestos y aceptar que los artistas de hoy están desesperados por comer y por eso son sometidos como escalvos a los caprichos de estos modelos que pareciera que son lo único que existe. Lamentablemente, casi todos eligen jugar el juego para sobrevivir. Y esa misma necesidad alimenta un círculo vicioso que termina en una escena musical fragmentada, saturada de contenido efímero y vacío.

El impacto es doble, culturalmente la música pierde lo que la hacía única, su identidad, fuerza rebelde y memoria emocional y económicamente, los mejores artistas no reciben reconocimiento ni la compensación que merecen, triunfa el que más vomita lo que ahora llaman “contenido” mientras plataformas y empresas acumulan fortunas. La creación artística se ha convertido en una mercancía más y el músico en un mercenario pasivo peón de un tablero dominado por algoritmos y resultados financieros.

Pero la historia nos ha enseñado que la esencia creativa nunca se puede silenciar del todo y aunque el ruido ensordecedor y la presión mercantil parezcan dominar, siempre aparecerán voces auténticas que romperán con las fórmulas y rescatarán la dignidad del arte, esa resistencia es lo que mantiene viva la magia de la música y su capacidad de conmover, incluso cuando todo está diseñado para lo contrario.

Está clarísimo, la industria debe dejar de verse como una cadena de producción y músicos y el público tienen que volver a valorar la calidad y autenticidad por sobre la cantidad y el consumo rápido. No se trata de rechazar a la tecnología o a las plataformas, sino de recuperar la autonomía creativa y establecer un equilibrio donde la música sea para el arte y las emociones, no para contar streams o obedecer a un puto algoritmo frío.

En pocas palabras, la idea de hacer música a diario para complacer a un algoritmo no solo es ridícula, sino que desnuda una crisis general que afecta toda la cultura contemporánea y lo preocupante es que eso es lo que están enseñando como “lo lógico” y el “camino a seguir” en los encuentros musicales. Es la señal de que el verdadero arte está siendo reemplazado por una versión falsa diseñada solo para hacer dinero rápido… que el hambre no impida abrir los ojos a esta realidad y actuar con fuerza para cambiarla, de lo contrario el mejor camino para hacer dinero es vender empanadas o traer cosas de china, no maten la música por culpa de un almuerzo.

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Colombia

“Buenas prácticas” el Encuentro de Idartes bajo la sombra de los hallazgos y la repetición de viejas mañas.

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El Instituto Distrital de las Artes (Idartes) ha anunciado con bombos y platillos la realización del Encuentro de Buenas Prácticas en la Gestión Pública de las Artes en Iberoamérica. La sola frase despierta desconcierto: ¿cómo puede erigirse en referente de transparencia una institución que carga sobre sus hombros una larga historia de cuestionamientos fiscales, disciplinarios y éticos? El evento, pensado como una vitrina de excelencia, termina viéndose como un espejo incómodo en el que los fantasmas del pasado y las denuncias recientes aparecen reflejados con nitidez.

Desde hace más de una década, los festivales y equipamientos culturales administrados por Idartes han sido objeto de auditorías, visitas fiscales y debates en el Concejo de Bogotá. En 2018 y 2021, por ejemplo, la Contraloría de Bogotá practicó visitas fiscales a los contratos de Rock al Parque, encontrando irregularidades en la publicación de pliegos, falencias en la gestión de archivos y deficiencias en la supervisión. Algunos de estos hallazgos fueron tan graves que se consignaron con presunta incidencia disciplinaria y fiscal. ¿Puede hablarse de “buena práctica” cuando el festival bandera de la ciudad acumula observaciones de este calibre?

El caso no se limita al festival. Auditorías anteriores llamaron la atención sobre el manejo de boletería en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán, donde no existían informes pormenorizados de ingresos, y sobre la compra del Teatro San Jorge, incluida en seguimientos especiales por la Contraloría. A estos antecedentes se suman contratos entre 2017 y 2019 en los que se detectaron falta de evidencia de ejecución, deficiencias de supervisión y problemas de gestión documental. La lista no es un inventario menor: son síntomas de un modelo de gestión que se repite y que parece haber normalizado la opacidad.

El capítulo más reciente lo protagonizan los teatros San Jorge y El Parque. En 2024, la Procuraduría General de la Nación abrió indagación disciplinaria contra funcionarios de Idartes por presuntos sobrecostos y retrasos en las obras de remodelación. Y en enero de 2025, la Contraloría Distrital notificó la apertura de un proceso de responsabilidad fiscal sobre el contrato 1878 de 2021, advirtiendo un posible detrimento de 97 millones de pesos. Es decir, mientras se prepara un encuentro internacional para hablar de gestión ejemplar, la entidad anfitriona se defiende de señalamientos por mala ejecución y pérdida de recursos públicos.

Pero no todo se reduce a cifras y hallazgos técnicos. La comunidad cultural ha denunciado durante años dinámicas igualmente corrosivas, aunque menos visibles en los informes oficiales. El acoso y veto a agentes independientes, la programación cerrada de escenarios públicos que terminan convertidos en feudos privados, los jurados con vínculos laborales previos que terminan premiando a sus propios círculos y los pagos cuestionables a sociedades de gestión colectiva como Sayco forman parte de un relato recurrente. Estas prácticas, aunque no siempre aparecen en los documentos de los entes de control, construyen un ambiente de exclusión y favorecimiento que contradice cualquier discurso de equidad cultural.

El tema ha tenido también eco político. En febrero de 2024, el concejal Rubén Torrado denunció en sesión del Concejo sobrecostos de hasta un 500 % en la compra de dotación para los mismos teatros. Sus palabras encendieron un debate que dejó claro que las dudas sobre la transparencia de Idartes no son capricho de unos pocos críticos, sino preocupación de instituciones de control y de representantes políticos.

Con este panorama, el Encuentro de Buenas Prácticas corre el riesgo de convertirse en una puesta en escena paradójica: el anfitrión exhibe un traje impecable para recibir a sus invitados, pero no logra ocultar las manchas en el espejo. En lugar de abrir un espacio para la autocrítica y la reparación, la institución parece interesada en blindar su imagen y proyectar hacia afuera una normalidad que puertas adentro está en entredicho.

Y como si todo esto no bastara, en los pasillos del sector circula una versión que, de confirmarse, ratificaría la sensación de círculo cerrado y falta de renovación: fuentes confiables aseguran que Chucky García, programador y curador de Rock al Parque durante casi una década, estaría cerca de regresar a su antiguo rol. García ha sido señalado en el pasado como símbolo de la repetición de élites en la curaduría, y su eventual retorno difícilmente podría leerse como un signo de apertura o cambio. Más bien, reforzaría la idea de un oligopolio cultural que se perpetúa con los mismos nombres y las mismas prácticas, ahora maquilladas bajo el discurso de las “buenas prácticas”.

En este contexto, el encuentro de Idartes no aparece como un espacio de construcción colectiva, sino como un ejercicio de legitimación institucional. Un foro que, en lugar de inspirar confianza, despierta preguntas incómodas: ¿se puede hablar de buenas prácticas cuando las malas prácticas no han sido aclaradas ni superadas? ¿Qué clase de modelo se quiere proyectar a Iberoamérica: el de la transparencia o el de la simulación? La respuesta no la dará un eslogan ni un evento de relumbrón, sino la capacidad real de transformar estructuras enquistadas que hasta hoy siguen alimentando la desconfianza.

En este panorama, hablar de “buenas prácticas” parece un gesto cínico. ¿Cuáles son esas prácticas? ¿Blindarse tras comunicados oficiales? ¿Repetir los mismos nombres en la curaduría, como si la cultura de una ciudad entera se redujera a una camarilla? Según fuentes del sector, la inminente reaparición de uno de sus actores eternizados en Rock al Parque es la mejor prueba de que los cambios son de forma y no de fondo: las curadurías terminan reciclándose en torno a los mismos actores, anclando una élite cultural que controla la programación, las convocatorias y hasta los jurados.

Lo más grave es que nadie escucha a los agentes independientes. Los vetos, las retaliaciones y las exclusiones sistemáticas quedan invisibilizados, mientras la institución se blinda en su burocracia y la justicia —cuando interviene— casi siempre favorece a los funcionarios y archiva los procesos. La desigualdad se institucionaliza y el discurso oficial se impone como si nada ocurriera.

En este contexto, ¿qué sentido tiene luchar por las artes en un país donde la cultura está sometida a un oligopolio comprobado, sostenido tanto por prácticas administrativas cuestionadas como por una red de favores políticos? A veces, la lucha parece en vano: se gasta vida, se gasta pasión, se gasta esperanza en un terreno donde los dados están cargados. Y aun así, la resistencia persiste, porque la cultura no le pertenece al oligopolio ni a sus curadores perpetuos: le pertenece a la gente que la crea y que, a pesar de todo, se niega a rendirse.

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