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Colombia

Sublimando el pequeño pasado rockero de Bogotá.

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Bogotá nunca fue rockero, eso es falso… Medellín tal vez un poco, así como hoy viven el Reguetón vivieron fuerte su momento de distorsiones. Bogotá siempre ha sido el hotel de los Vallenatos y los ritmos tropicales, que acá quieran creer otra cosa y romantizar algunos momentos eso ya es diferente. Pero se les olvida algo, algunos estuvimos ahí, algunos fuimos parte de otros grupos de nenecos ricos y guevones como los Billis (Había varios) a quienes hoy pintan de malandros pero que no es realmente como lo pintan, estuvimos cuando Carlos Vives cantaba “Yo no quiero volverme tan loco” en la novela “Loca Pasión” y sabemos que no es folclorista sino que llegó al Vallenato por la casualidad de haber protagonizado Escalona, algunos estuvimos en ese horrible concierto de Guns and Roses en donde volearon botella, piedra a la salida y la banda tocó de una manera desganada algunos éxitos antes de salir corriendo por miedo a electrocutarse en un escenario que ni siquiera tenía techo, así es, la famosa “lluvia de noviembre de Bogotá” no solo se cagó en el mejor concierto que deberíamos haber tenido en la historia sino que se cagó en todos los demás por que los puritanos de Colombia decidieron que en el estadio no se podía hacer más eventos, las épocas de la mafia en donde todo era barato así fuera un boleto de 60.000 pesos en el año 1992. Así fue como Colombia paso a ser un desierto artístico y toda la corrupción se tomó las artes. Lo del Campín duró al menos una década y regresó para cuando todo ya estaba muerto.

Bogotá jamás ha sido rockera, en los sesentas y setentas perseguían a los muchachos, el rock de esta ciudad cuando no suena como una horrenda papayera eléctrica es una vaina ahí extraña, un salpicón sin sentido que no le hace daño ni a un cristal. Han existido conatos de rock y Metal, en algunos años durante algunas épocas, sobretodo en los sesentas y en los noventas pero siempre han sido apagados por la mojigatería, otros ritmos o por la corrupción, el pasado rockero de Bogotá es muy debil.

Siempre han romantizado el concierto de conciertos, que claro, como muchas otras actividades, hace parte de nuestra historia, es parte del género, pero esa cosa fue terriblemente mala. Tocó traer el sonido de otro país por qué acá no había, de hecho, acá no había nada, Patrick Mildenberg tuvo que ayudar a conectar cables porque acá no sabían, no tenían ni idea de que era lo que estaban haciendo, el sonido fue desastroso. El cartel fue realmente ordinario para la época, las bandas no eran grandes nombres, ese estadio se llenó hasta lo que no pudo porque lo único que había venido antes, al menos para mi generación era Quiet Riot, una basura y creo que Samanta Fox que hasta hoy en día pienso que es una actriz porno ¿Quién es Samantha Fox? Entonces claro, se idean este concierto de conciertos con las bandas que colocaban en la radio, porque eso nos metían todo el día a Los Prisioneros, Miguel Mateos y toda esa vaina por los ojos. Mientras en el mundo sucedía el rock, mientras en el planeta giraban las bandas de la nueva ola británica del Heavy Metal o giraban las bandas del movimiento de Glam Metal, se terminaban de gestar movimientos como el de la bahia de San Francisco o el grunge daba sus primero pasos en Seattle, giraban las super estrellas del Pop como Michael Jackson, Prince y Madonna, acá nos zamparon a Los Toreros Muertos y a Franco de Vita. Así como ahora les venden que el rock es esa cumbia y que Bad Bunny es el nuevo Sinatra, Colombia en rock siempre ha sido paupérrima y siempre fue satanizado y ridiculizado.

Hoy en la mitad de mi investigación en la tesis doctoral, precisamente sobre el rock colombiano, tema sobre el cual también construí mis tesis de pregrado y maestría, he conseguido una definición que adoro, porque me recuerda a casi todos aquellos que se llenan la boca con triunfos falsos o inflados y que más que ser anécdotas chistosas se convierten en una distorsión de la realidad y que de nuevo el único afectado es el rock:

Rockstar System Imaginario (RSI): Un término que hace referencia a un sistema de jerarquías imaginarias arraigado en nichos poco conocidos y de reducido alcance conformados principalmente por músicos, medios y agentes del ecosistema musical, donde sus integrantes se autodenominan “rockstars” en un afán de atribuirse una supuesta importancia. Este sistema es caracterizado por la creación de una estructura piramidal de relevancia ficticia, en la cual individuos sin validación académica ostentan el título de “maestros”. Estos individuos, con tendencia a inflar logros y forjar narrativas ficticias, engrosan sus trayectorias profesionales con elementos más imaginarios que verídicos, contribuyendo a una atmósfera ilusoria dentro del nicho en cuestión.

Se resume entonces en, Un constructo conceptual caracterizado por la autoadulación, la mendacidad y la carencia de rigurosidad inherente a un sistema jerárquico ficticio que busca validar carreras profesionales carentes de sustancia, proporcionar autovalidación existencial y proyectar una impresión de grandeza ante la percepción de terceros. Este sistema se erige sobre la ilusión de logros y competencias inexistente o exageradas, dentro de nichos de especialización de limitada notoriedad, contribuyendo así a la consolidación de una narrativa falaz y distorsionada en torno a las trayectorias y habilidades de sus partícipes. (De la tesis doctoral en curso: Guitarras bajo Fuego, sobre el rock colombiano)

¿Pero respóndame lo siguiente? No tengo razón verdad, porque la razón de Colombia es única, ensordecedora a tal punto que no existe otra. Si el colombiano dice que el concierto de conciertos fue más grande que Woodstock pues entonces que así sea, porque para Colombia la realidad no es la que todos vemos, sino la que cada uno tiene en la cabeza.

Entonces, por mi parte, como estudioso y coleccionista del rock, como amante del rock y como lo respeto y lo amo hasta tal punto de estar tratando de crear un museo sobre él. Debo ser objetivo en la mirada y no verlo con el corazón sino con el cerebro para poder aportar a la poca memoria que tenemos sobre él, pero de manera honesta, con la verdad y no con la pasión mentirosa y positivo tóxica que muchos manejan en esta tierra.

Ojo, no se dice que todo fue malo, me toca explicarlo porque acá muchos se confunden tratan de tergiversar las palabras, carecemos de análisis. Claro que sí hemos tenido cosas bellas y poderosas, hemos tenido movimientos autenticos y talentosos pero son mínimos comparados con los de otros géneros. Hemos tenido bandas que hubieran sido enormes pero nunca encontraron el caldo de cultivo para cnvertirse en un virus, algunos festivales que antes colocaban en la mira a los grupos hoy son espectaaculos de ladrones y cumbias, sí hubo momentos hermosos y fuertes, el punk ha tenido movimiento duro en la capital, la época de los bares alternativos, cuando las bandas se tomaban las casas abandonadas y los salones comunales para construir escena, algunos momentos que habrá que escribir.

Bogotá y Colombia han tenido rock, pero muy poco, muy pocos buenos músicos, muy pocas buenas bandas, muy poca historia en el género. Y si seguimos romantizando esos mitos como si fuéramos Liverpool, entonces seguiremos como estamos no solo en el rock sino en el futbol. Un poco de personajes con el ego más grande que el Empire State creyendo que son campeones del mundo cuando el único título que ganaron se los compró Pablo Escobar. Hay que tcar más, componer más, aunque en ests tiempos mande otra cosa, pero a punta de tributos y festivales de glorias pasadas no estamos haciendo nada.

Sublimar ese pasado nos sirve para crear una nostalgia imaginaria en las nuevas generaciones pero nada más.

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Adelqui Rubio presenta Resistencia, un manifiesto de rock y metal con la mirada puesta en el futuro

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El músico y productor chileno Adelqui Rubio debuta con Resistencia, un álbum que se erige como una declaración artística y que combina la potencia del rock y el metal con el pulso de la tecnología más actual, un trabajo que no se limita a ser una colección de canciones sino que se propone como un viaje sonoro y emocional, construido sobre géneros como el nu metal, el hard rock, el heavy y el power metal, con guiños al thrash y al rock alternativo, en donde cada corte posee identidad propia pero al mismo tiempo se sostiene en un hilo conductor que mezcla riffs explosivos, conciencia social y una búsqueda permanente por la experimentación.

Desde sus primeras notas, Resistencia se muestra como un disco versátil, capaz de unir crudeza y sensibilidad, crítica y emoción, fuerza y detalle. Rubio explica que la música lo acompaña desde siempre y que la tecnología ha sido una herramienta clave para impulsar su creatividad, y en este álbum esa visión se hace tangible en la manera en que los recursos digitales se funden con la grabación real de instrumentos, logrando un equilibrio en el que la esencia humana permanece intacta mientras el sonido se proyecta hacia lo que podría ser el porvenir del rock.

El proyecto fue grabado, mezclado y masterizado en su totalidad por el propio Adelqui Rubio, lo que refuerza su perfil de artista independiente y multifacético, alguien que no solo compone e interpreta, sino que también construye un universo desde la producción, eligiendo cada detalle con un cuidado que se percibe en la solidez del resultado. En ese marco aparecen canciones que golpean con fuerza como Ya no se puede respirar, una crítica directa a la hipocresía social y política de la guerra, o piezas que apelan a la vulnerabilidad como Quédate un poco más, con letras que transitan entre el inglés y el español y que exploran la fragilidad de los vínculos humanos.

Con este trabajo, Adelqui Rubio da un paso definitivo en una trayectoria que ya lo había visto colaborar con proyectos diversos como Shamanes Crew, La Rabona Funk, Perla Negra, Zoberanos, Punto G o Sergio Jarlaz, pero que ahora encuentra un punto de consolidación en un álbum que lo presenta no solo como músico, compositor e intérprete, sino también como un productor capaz de unir lo visceral del rock con la sofisticación de las herramientas digitales.

Resistencia es, en esencia, un disco que propone mirar hacia adelante sin abandonar las raíces, un manifiesto que invita a escuchar con atención y a sentir con intensidad, porque cada tema funciona como un grito de independencia y también como una exploración personal que convierte a Adelqui Rubio en una voz propia dentro de la escena chilena y latinoamericana.

Puedes escuchar la producción en todas las plataformas digitales.

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“Buenas prácticas” el Encuentro de Idartes bajo la sombra de los hallazgos y la repetición de viejas mañas.

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El Instituto Distrital de las Artes (Idartes) ha anunciado con bombos y platillos la realización del Encuentro de Buenas Prácticas en la Gestión Pública de las Artes en Iberoamérica. La sola frase despierta desconcierto: ¿cómo puede erigirse en referente de transparencia una institución que carga sobre sus hombros una larga historia de cuestionamientos fiscales, disciplinarios y éticos? El evento, pensado como una vitrina de excelencia, termina viéndose como un espejo incómodo en el que los fantasmas del pasado y las denuncias recientes aparecen reflejados con nitidez.

Desde hace más de una década, los festivales y equipamientos culturales administrados por Idartes han sido objeto de auditorías, visitas fiscales y debates en el Concejo de Bogotá. En 2018 y 2021, por ejemplo, la Contraloría de Bogotá practicó visitas fiscales a los contratos de Rock al Parque, encontrando irregularidades en la publicación de pliegos, falencias en la gestión de archivos y deficiencias en la supervisión. Algunos de estos hallazgos fueron tan graves que se consignaron con presunta incidencia disciplinaria y fiscal. ¿Puede hablarse de “buena práctica” cuando el festival bandera de la ciudad acumula observaciones de este calibre?

El caso no se limita al festival. Auditorías anteriores llamaron la atención sobre el manejo de boletería en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán, donde no existían informes pormenorizados de ingresos, y sobre la compra del Teatro San Jorge, incluida en seguimientos especiales por la Contraloría. A estos antecedentes se suman contratos entre 2017 y 2019 en los que se detectaron falta de evidencia de ejecución, deficiencias de supervisión y problemas de gestión documental. La lista no es un inventario menor: son síntomas de un modelo de gestión que se repite y que parece haber normalizado la opacidad.

El capítulo más reciente lo protagonizan los teatros San Jorge y El Parque. En 2024, la Procuraduría General de la Nación abrió indagación disciplinaria contra funcionarios de Idartes por presuntos sobrecostos y retrasos en las obras de remodelación. Y en enero de 2025, la Contraloría Distrital notificó la apertura de un proceso de responsabilidad fiscal sobre el contrato 1878 de 2021, advirtiendo un posible detrimento de 97 millones de pesos. Es decir, mientras se prepara un encuentro internacional para hablar de gestión ejemplar, la entidad anfitriona se defiende de señalamientos por mala ejecución y pérdida de recursos públicos.

Pero no todo se reduce a cifras y hallazgos técnicos. La comunidad cultural ha denunciado durante años dinámicas igualmente corrosivas, aunque menos visibles en los informes oficiales. El acoso y veto a agentes independientes, la programación cerrada de escenarios públicos que terminan convertidos en feudos privados, los jurados con vínculos laborales previos que terminan premiando a sus propios círculos y los pagos cuestionables a sociedades de gestión colectiva como Sayco forman parte de un relato recurrente. Estas prácticas, aunque no siempre aparecen en los documentos de los entes de control, construyen un ambiente de exclusión y favorecimiento que contradice cualquier discurso de equidad cultural.

El tema ha tenido también eco político. En febrero de 2024, el concejal Rubén Torrado denunció en sesión del Concejo sobrecostos de hasta un 500 % en la compra de dotación para los mismos teatros. Sus palabras encendieron un debate que dejó claro que las dudas sobre la transparencia de Idartes no son capricho de unos pocos críticos, sino preocupación de instituciones de control y de representantes políticos.

Con este panorama, el Encuentro de Buenas Prácticas corre el riesgo de convertirse en una puesta en escena paradójica: el anfitrión exhibe un traje impecable para recibir a sus invitados, pero no logra ocultar las manchas en el espejo. En lugar de abrir un espacio para la autocrítica y la reparación, la institución parece interesada en blindar su imagen y proyectar hacia afuera una normalidad que puertas adentro está en entredicho.

Y como si todo esto no bastara, en los pasillos del sector circula una versión que, de confirmarse, ratificaría la sensación de círculo cerrado y falta de renovación: fuentes confiables aseguran que Chucky García, programador y curador de Rock al Parque durante casi una década, estaría cerca de regresar a su antiguo rol. García ha sido señalado en el pasado como símbolo de la repetición de élites en la curaduría, y su eventual retorno difícilmente podría leerse como un signo de apertura o cambio. Más bien, reforzaría la idea de un oligopolio cultural que se perpetúa con los mismos nombres y las mismas prácticas, ahora maquilladas bajo el discurso de las “buenas prácticas”.

En este contexto, el encuentro de Idartes no aparece como un espacio de construcción colectiva, sino como un ejercicio de legitimación institucional. Un foro que, en lugar de inspirar confianza, despierta preguntas incómodas: ¿se puede hablar de buenas prácticas cuando las malas prácticas no han sido aclaradas ni superadas? ¿Qué clase de modelo se quiere proyectar a Iberoamérica: el de la transparencia o el de la simulación? La respuesta no la dará un eslogan ni un evento de relumbrón, sino la capacidad real de transformar estructuras enquistadas que hasta hoy siguen alimentando la desconfianza.

En este panorama, hablar de “buenas prácticas” parece un gesto cínico. ¿Cuáles son esas prácticas? ¿Blindarse tras comunicados oficiales? ¿Repetir los mismos nombres en la curaduría, como si la cultura de una ciudad entera se redujera a una camarilla? Según fuentes del sector, la inminente reaparición de uno de sus actores eternizados en Rock al Parque es la mejor prueba de que los cambios son de forma y no de fondo: las curadurías terminan reciclándose en torno a los mismos actores, anclando una élite cultural que controla la programación, las convocatorias y hasta los jurados.

Lo más grave es que nadie escucha a los agentes independientes. Los vetos, las retaliaciones y las exclusiones sistemáticas quedan invisibilizados, mientras la institución se blinda en su burocracia y la justicia —cuando interviene— casi siempre favorece a los funcionarios y archiva los procesos. La desigualdad se institucionaliza y el discurso oficial se impone como si nada ocurriera.

En este contexto, ¿qué sentido tiene luchar por las artes en un país donde la cultura está sometida a un oligopolio comprobado, sostenido tanto por prácticas administrativas cuestionadas como por una red de favores políticos? A veces, la lucha parece en vano: se gasta vida, se gasta pasión, se gasta esperanza en un terreno donde los dados están cargados. Y aun así, la resistencia persiste, porque la cultura no le pertenece al oligopolio ni a sus curadores perpetuos: le pertenece a la gente que la crea y que, a pesar de todo, se niega a rendirse.

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Lutter regresa con Días más felices, un adiós que se canta con gratitud

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La agrupación bogotana Lutter presenta Días más felices, una canción que propone mirar de frente el final de una relación y darle la vuelta al resentimiento, transformando la despedida en un gesto de gratitud por el tiempo compartido. En lugar de insistir en la herida o en el reproche, la banda construye una pieza que reivindica la posibilidad de amar incluso después del adiós, y lo hace desde la energía del pop punk y el punk rock, pero también con la apertura hacia atmósferas musicales más amplias que le permiten matizar la emoción con colores de ska, reggae y sensibilidad pop.

Formada en 2003 y consolidada como una de las agrupaciones representativas del punk rock colombiano, Lutter ha mantenido una presencia constante en escenarios nacionales e internacionales, respaldada a lo largo de los años por marcas que han confiado en su propuesta como Jameson, Red Bull, Monster y Apparel en México, entre otras. Hoy, con Jorge González en la voz, Alejandro Chacón en el bajo, Camilo Vargas y Julián Rojas en las guitarras y Julián Moreno en la batería, la banda entrega un sencillo que se suma a su extensa trayectoria con la frescura de una historia íntima y universal.

La producción de Días más felices estuvo a cargo de Steven Baquero, integrante de Apolo 7, lo que le permitió a Lutter explorar nuevas posibilidades sonoras mientras estrechaba vínculos de fraternidad en el proceso. A esa búsqueda se sumaron los vientos de Jeisson Mora en la trompeta y Juan José Díaz en el trombón, un músico de sesión con experiencia junto a artistas como LosPetitFellas, Bacilos y Meghan Trainor. El resultado es un tema alegre, de altos estándares de calidad en su producción, que recoge las influencias de referentes como Mad Caddies, Less Than Jake, Dirty Heads y Sublime, pero que mantiene en el centro la narrativa personal que caracteriza a la banda, porque en sus palabras cada letra y cada canción tiene nombre propio.

El videoclip que acompaña el lanzamiento refuerza la idea de que la despedida no tiene por qué ser oscura. Con un escenario cotidiano que parte de un estudio transformado en una playa imaginaria, alterna imágenes de pequeños momentos que evocan la intimidad de la relación que inspiró la canción, mostrando que la felicidad también está hecha de recuerdos y que lo vivido puede convertirse en un refugio incluso cuando ya no se comparte el presente.

Días más felices está disponible en plataformas digitales y confirma la capacidad de Lutter para reinventarse sin perder su esencia. Dos décadas después de su formación, la banda sigue apostando por la honestidad de las emociones y por un sonido que dialoga con diversas tradiciones musicales, manteniendo vivo el espíritu de una escena punk rock que se niega a envejecer y que, como en este sencillo, aún encuentra nuevas formas de decir adiós.

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