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No es una ley sino la renta básica de creación para artistas y los mecenazgos, el camino para el fortalecimiento de las artes en Colombia.

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“Da igual de qué color político fuera, nunca ha habido conexión entre la cultura y las instituciones políticas” dijo Álvaro Urquijo en una intervención en un libro que recoge experiencias de diversos artistas en España. Y yo lo complemento afirmando que los artistas siempre han sido usados ofreciéndoles un pan que es el precio que han recibido por sus ideales y sus sueños.

Las artes son una expresión de la cultura, la identidad y la creatividad de un pueblo, pero en Colombia, los artistas enfrentan múltiples dificultades para desarrollar su trabajo, tales como la falta de recursos, la precariedad laboral, la inseguridad social, la estigmatización y la invisibilización, estos factores limitan el potencial artístico y cultural del país y afectan el bienestar y la calidad de vida de los creadores.

Ante esta situación siempre se han planteado diversas propuestas para apoyar y proteger a los artistas que nunca han sido escuchadas, desde Subterránica y de manera personal, he lanzado varias propuestas entre las que se destacan la ley de renta básica universal para el sector cultural y la ley de mecenazgo cultural. Sin embargo, estas iniciativas han generado controversia y debate, pues algunos las consideran inviables, insuficientes o contraproducentes ya que sería una afrenta para el sistema establecido en donde predomina el robo y el nepotismo.

En este artículo, se argumenta que no es una ley sino la renta básica de creación para artistas y los mecenazgos, el camino para el fortalecimiento de las artes en Colombia. Se explica en qué consisten estas dos medidas, cuáles son sus beneficios y desafíos, y cómo se complementan entre sí para generar un ecosistema cultural más dinámico, diverso e inclusivo.

Renta básica de creación para artistas

La renta básica de creación para artistas es una modalidad de apoyo económico que consiste en otorgar una suma fija mensual a los creadores que cumplan con ciertos requisitos, como tener una trayectoria artística reconocida, estar inscritos en un registro único de artistas y gestores culturales pero que sea público, transparente y verificable, presentar un proyecto artístico anual y rendir cuentas de su ejecución.

La renta básica de creación para artistas tiene como objetivo garantizar las condiciones mínimas de subsistencia de los creadores, así como incentivar su producción artística y su participación en el circuito cultural. De esta manera, se busca reconocer el valor social y económico de las artes, así como contribuir al desarrollo humano y cultural del país.
La renta básica de creación para artistas se diferencia de la renta básica universal para el sector cultural, que es una propuesta legislativa que busca establecer un ingreso mínimo vital para todos los trabajadores del sector cultural, independientemente de su actividad o condición. La renta básica universal para el sector cultural ha sido criticada por su alto costo fiscal, su falta de focalización y su posible efecto desincentivador sobre la actividad económica.

La renta básica de creación para artistas también se diferencia de las becas, los estímulos y las convocatorias que actualmente existen para apoyar a los artistas y que sufren de dudosa ejecución y transparencia, pues estas son formas de financiación puntual, competitiva y condicionada a la realización de proyectos específicos. La renta básica de creación para artistas pretende ser una forma de financiación permanente, universal y flexible que permita a los creadores desarrollar su trabajo con mayor autonomía, libertad y seguridad y además esto descentralizaría los fondos para los artistas y atacaría directamente la dictadura cultural actual y la corrupción ligada al estado.

Mecenazgos culturales

Los mecenazgos culturales son una modalidad de apoyo financiero que consiste en que personas naturales o jurídicas aporten recursos económicos a proyectos artísticos o culturales a cambio de beneficios fiscales o publicitarios. Los mecenazgos culturales tienen como objetivo movilizar recursos privados hacia el sector cultural, así como fomentar la responsabilidad social empresarial y el compromiso ciudadano con las artes.
Los mecenazgos culturales se basan en el principio de corresponsabilidad entre el Estado, el sector privado y la sociedad civil para el desarrollo cultural del país. De esta manera, se busca diversificar las fuentes de financiación del sector cultural, así como generar alianzas estratégicas entre los diferentes actores involucrados.

Los mecenazgos culturales se regirían por una normativa de mecenazgo cultural, que es una propuesta legislativa que busca crear un marco normativo e institucional que regule y promueva esta práctica en Colombia. Esta iniciativa de mecenazgo cultural ha sido respaldada por diversos sectores culturales, pero también ha enfrentado resistencias por parte de algunos sectores políticos y económicos que la consideran una forma de elusión tributaria, una intromisión del sector privado en la política cultural o una amenaza a la independencia y la diversidad de las expresiones artísticas lo cual sencillamente no es real y carece de argumentación.

Complementariedad entre la renta básica de creación para artistas y los mecenazgos culturales

La renta básica de creación para artistas y los mecenazgos culturales son dos medidas que se complementan entre sí para el fortalecimiento de las artes en Colombia. Por un lado, la renta básica de creación para artistas garantiza el derecho a la cultura de los creadores, al asegurar su dignidad, su sostenibilidad y su capacidad creativa. Por otro lado, los mecenazgos culturales potencian el derecho a la cultura de la ciudadanía, al ampliar la oferta, la calidad y el acceso a los bienes y servicios culturales.

Así mismo, la renta básica de creación para artistas y los mecenazgos culturales contribuyen al desarrollo económico y social del país, al generar empleo, ingresos, innovación, educación y cohesión social. Además, la renta básica de creación para artistas y los mecenazgos culturales fortalecen la democracia y la paz, al promover la participación, la diversidad, el diálogo y la convivencia.

Pero la renta y los mecenazgos culturales también enfrentan desafíos para su implementación efectiva, como el aseguramiento de los recursos financieros, el diseño de los criterios de elegibilidad y evaluación, el seguimiento y el control de los resultados, el fortalecimiento de las capacidades institucionales y técnicas, y la articulación entre los diferentes niveles y sectores del Estado lo cual exige que se implemente por un estado que no sea corrupto y por lo tanto en Colombia muchas de estas iniciativas han muerto en manos de la corrupción.
Mi propuesta

Considero que he sido una de las voces que ha defendido la renta básica de creación para artistas y los mecenazgos culturales en Colombia, como músico, comunicador social, Magister en Estudios Artísticos y Doctorando en Periodismo de la Complutense de Madrid he sido uno de los temas que más he investigado ya que la corrupción en las instituciones del estado que manejan las artes está desbordada y a nadie ni le interesa ni parece verla. Se ha planteado desde hace tiempos que estas medidas son necesarias para garantizar la transparencia, la equidad y la calidad en el sector cultural, frente a las actuales convocatorias públicas que no cumplen con estos criterios.

Desde Subterránica y La Asociación de Músicos Independientes de Colombia, hemos denunciado que las convocatorias públicas para el sector cultural son acomodadas al gobierno y a la ideología de turno, lo que genera sesgos, favoritismos y corrupción. Además, hemos comprobado gracias a las veedurías ciudadanas y a las investigaciones de la Contraloría, que las convocatorias públicas son insuficientes, inestables y burocráticas, lo que dificulta el acceso y la participación de los artistas, especialmente de los más vulnerables y marginados.
Por eso siempre hemos propuesto que la renta básica de creación para artistas y los mecenazgos culturales sean de acceso automático para quienes cumplan los requisitos establecidos, sin necesidad de pasar por procesos de selección o evaluación discrecionales. Así, se evitaría la injerencia política o ideológica en el sector cultural y se reconocería el derecho a la cultura como un derecho humano fundamental, además la renta debe tener un valor mínimo a un salario vigente y en ocasiones más dependiendo del proyecto de creación, pero hay que establecer topes para que no se use indebidamente como siempre sucede.

Siempre he argumentado que la renta básica de creación para artistas y los mecenazgos culturales beneficiarían tanto a los creadores como a la sociedad en general. Por un lado, la renta básica de creación para artistas permitiría a los creadores tener un ingreso digno y estable que les permita dedicarse a su actividad artística sin depender de las condiciones del mercado o de las instituciones públicas. Por otro lado, los mecenazgos culturales implicarían una mayor responsabilidad social de las empresas y las personas que apoyen proyectos artísticos o culturales, lo que redundaría en una mayor oferta, calidad y acceso a los bienes y servicios culturales.

Cómo abordar la corrupción en las artes en Colombia

La corrupción es un fenómeno que afecta a todos los sectores de la sociedad, incluido el sector cultural. La corrupción en las artes se refiere al uso indebido o ilegal de los recursos públicos o privados destinados al fomento, la protección y la difusión de las expresiones artísticas y culturales. La corrupción en las artes puede manifestarse de diversas formas, como el desvío, el robo, el soborno, el clientelismo, el nepotismo. prevaricato, el fraude, la falsificación, la extorsión o el lavado de dinero.

La corrupción en las artes tiene graves consecuencias para el desarrollo cultural del país, pues afecta la calidad, la diversidad, la equidad y la transparencia de las políticas, los programas, los proyectos y los procesos culturales. La corrupción en las artes también tiene un impacto negativo en el bienestar y los derechos de los artistas, pues limita sus oportunidades, sus ingresos, su seguridad y su reconocimiento.

Causas de la corrupción en las artes

La corrupción en las artes es un fenómeno complejo y multifactorial que responde a diversas causas de orden histórico, político, económico, social y cultural. Entre las principales causas de la corrupción en las artes se pueden mencionar las siguientes:

La debilidad institucional del sector cultural, que se refleja en la falta de una política cultural integral, coherente y participativa; la insuficiencia y la inestabilidad de los recursos financieros; la ausencia o el incumplimiento de normas y mecanismos de control; la falta de capacitación y profesionalización del personal; y la escasa articulación entre los niveles y sectores del Estado.

La desigualdad social y territorial del país, que se traduce en una brecha entre el centro y la periferia; entre lo urbano y lo rural; entre lo formal y lo informal; entre lo público y lo privado; entre lo nacional y lo local; entre lo mayoritario y lo minoritario; entre lo hegemónico y lo alternativo. Esta brecha genera exclusión, discriminación y marginación de ciertos grupos sociales y culturales que tienen menos acceso a los recursos, a los espacios y a las oportunidades culturales.

La cultura política dominante en el país, que se caracteriza por el clientelismo, el personalismo, el caudillismo, el populismo, el autoritarismo, el paternalismo, el nepotismo y el corporativismo. Esta cultura política implica una concepción patrimonialista del poder y de los recursos públicos, una falta de ética pública y ciudadana, una baja confianza institucional y social, una alta tolerancia e impunidad frente a la corrupción y una escasa participación y veeduría ciudadana.

La lógica mercantilista del mercado cultural, que se basa en la competencia, la rentabilidad, la eficiencia, la productividad, la estandarización y la homogeneización. Esta lógica mercantilista impone criterios económicos sobre criterios culturales o sociales para valorar las expresiones artísticas y culturales. Así mismo, esta lógica mercantilista genera una concentración del poder económico y mediático en manos de unos pocos agentes que determinan los gustos, las tendencias y las agendas culturales.

Efectos de la corrupción en las artes

La corrupción en las artes tiene efectos negativos tanto para el sector cultural como para los artistas. Entre los principales efectos de la corrupción en las artes se pueden destacar los siguientes:

La pérdida de recursos públicos y privados que podrían destinarse al fomento, la protección y la difusión de las expresiones artísticas y culturales. La corrupción en las artes implica un desperdicio, un mal uso o un robo de los fondos que se asignan al sector cultural, lo que reduce la capacidad de inversión, de gestión y de impacto del sector.

La disminución de la calidad, la diversidad, la equidad y la transparencia de las políticas, los programas, los proyectos y los procesos culturales. La corrupción en las artes afecta el diseño, la implementación, la evaluación y el seguimiento de las acciones culturales, lo que genera ineficiencia, ineficacia, inequidad y opacidad en el sector. Así mismo, la corrupción en las artes distorsiona los criterios de selección, de asignación y de reconocimiento de los proyectos artísticos y culturales, lo que genera injusticia, arbitrariedad y desconfianza en el sector.

La limitación de las oportunidades, los ingresos, la seguridad y el reconocimiento de los artistas. La corrupción en las artes dificulta el acceso y la participación de los artistas en las convocatorias, los estímulos, las becas, los premios y los eventos culturales. Además, la corrupción en las artes reduce los ingresos y la seguridad social de los artistas, al no garantizarles unas condiciones laborales dignas y estables. Finalmente, la corrupción en las artes afecta el reconocimiento social y cultural de los artistas, al no valorar su trabajo ni su aporte al desarrollo del país.

Soluciones para la corrupción en las artes

La corrupción en las artes es un problema que requiere de una solución integral y sistémica que involucre a todos los actores del sector cultural. Entre las posibles soluciones para la corrupción en las artes se pueden proponer las siguientes:

El fortalecimiento institucional del sector cultural, que implica la formulación e implementación de una política cultural integral, coherente y participativa; el incremento y la estabilidad de los recursos financieros; el establecimiento y el cumplimiento de normas y mecanismos de control; la capacitación y profesionalización del personal; y la articulación entre los niveles y sectores del Estado.

La reducción de la desigualdad social y territorial del país, que implica una distribución más equitativa y descentralizada de los recursos, los espacios y las oportunidades culturales; una inclusión, una valoración y una visibilización de los grupos sociales y culturales más vulnerables y marginados; una promoción de la diversidad cultural como un factor de riqueza y no de conflicto; y una garantía del acceso universal a los bienes y servicios culturales.

El cambio de la cultura política dominante en el país, que implica una educación para la ética pública y ciudadana; una construcción de confianza institucional y social; una sanción efectiva e implacable a los actos de corrupción; una participación activa y veeduría ciudadana en los asuntos públicos; y una rendición de cuentas permanente y transparente por parte de los gobernantes y los gestores culturales.

La transformación de la lógica mercantilista del mercado cultural, que implica una regulación del poder económico y mediático en el sector cultural; una defensa del derecho a la cultura como un derecho humano fundamental; una generación de alternativas económicas solidarias, cooperativas y autogestionarias para el sector cultural; y una promoción de la creatividad, la innovación, la calidad y la originalidad en las expresiones artísticas y culturales.

Renta básica de creación para artistas y mecenazgos culturales como medidas contra la corrupción en las artes

La renta básica de creación para artistas y los mecenazgos culturales son dos medidas que pueden contribuir a combatir la corrupción en las artes, al generar condiciones más justas, dignas y sostenibles para los creadores.

Pero como siempre, es difícil hacer que alguien escuche en un país en donde lo que manda es la necesidad sobre todas las cosas y en donde todo, incluso las artes han sucumbido a los odios, tretas y manipulaciones de un estado y una sociedad corrupta que no busca la creación de nada sino enriquecerse a costa del erario.

¿Cuánto le cuesta a un artista estudiar y formarse? Y ¿Cuál es la retribución? En este país los artistas solo viven si se alienan con las actuales entidades corruptas que manejan la cultura como un bolsillo personal.

Felipe Szarruk, músico, comunicador social, Magister en Estudios Artísticos y Doctorando en Periodismo de la Complutense de Madrid.

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Cheyne Stokes Experience se sumerge en la introspección con Perfect Days, el nuevo capítulo de The Empress

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El universo de Cheyne Stokes Experience vuelve a expandirse con Perfect Days, una pieza instrumental e introspectiva que abre las puertas de The Empress, su segundo larga duración, ya disponible en Bandcamp. La banda bogotana, conocida por su enfoque conceptual y su capacidad para unir lo etéreo con lo brutal, presenta esta composición como un preludio emocional a un disco que se adentra en las profundidades de la existencia, los duelos y la energía femenina que habita en cada ser.

Grabado en El Bunker Studios durante agosto y septiembre de 2024, el álbum contó con la producción y arreglos de Nicolás Sadovnik (Tras las Púas, Los Carrangomelos), quien acompañó a la banda en un proceso de creación meticuloso, extendido entre jornadas de pre y postproducción que dieron forma a una obra cargada de fuerza, sensibilidad y ambición. Las influencias son claras —Alcest, Opeth, Soen, Mastodon, Gojira o The Ocean Collective—, pero lo que emerge de The Empress es una identidad absolutamente propia, un sonido que se construye desde la emoción y el pensamiento, más que desde la simple técnica.

En esta nueva entrega, la emperadora —esa figura enigmática que ya había aparecido en The Labyrinth of E²— revela su rostro como una encarnación simbólica de la muerte, la transformación y el cuestionamiento interior. Cada video y cada tema se articulan como capítulos de un relato introspectivo donde los protagonistas enfrentan su propia finitud, sus vacíos y la búsqueda de significado en un mundo hostil. Perfect Days es el sexto episodio de esta historia audiovisual, y también su punto de inflexión: un tema sin palabras, donde la música es la única voz posible ante la reflexión más profunda de todas —¿qué es realmente un día perfecto y vale la pena seguir viviendo por él?—.

The Empress amplía además el espectro emocional del grupo incluyendo reinterpretaciones de Pagan Poetry de Björk y Artemis de Aurora, piezas que en manos de Cheyne Stokes Experience se convierten en un manifiesto sonoro sobre la vulnerabilidad y la ferocidad de lo femenino. Este enfoque artístico se complementa con la visión visual del ilustrador Void Espíritu (Daniel Esteban Gómez), quien una vez más plasma en la portada del disco su estilo críptico y espiritual, explorando la brutalidad y la belleza que coexisten en la muerte y el duelo.

El álbum completo está disponible de manera exclusiva en Bandcamp, mientras que su lanzamiento físico y digital oficial se celebrará el próximo 29 de noviembre en B Bar, Bogotá, junto a Ashes, Mauna y el DJ Alcapone, en una noche dedicada al metal progresivo, la melancolía y el poder creativo.

Con Perfect Days, Cheyne Stokes Experience reafirma su lugar dentro del metal alternativo colombiano como una de las propuestas más profundas, conceptuales y arriesgadas de la escena. En un panorama donde el ruido suele imponerse sobre el sentido, la banda invita a detenerse, mirar hacia adentro y, aunque duela, descubrir la luz que habita en nuestras sombras.

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IN NOMINE OBSCURITATIS: El Retorno Triunfal de HEREJÍA la Leyenda Colombia del Death Metal Sinfónico

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La oscuridad tiene nombre en Colombia y se representa en algunas bandas que se han hecho mito. El próximo 31 de octubre, justo bajo el manto de Samhain, la legendaria agrupación bogotana HEREJÍA lanza “IN NOMINE OBSCURITATIS”, una obra sinfónica que promete redefinir los límites del Death Metal en Latinoamérica y retumbar más allá de fronteras.

Fundada en Bogotá en 1988 por el guitarrista y compositor Ricardo Chica Roa (Q.E.P.D), HEREJÍA es pionera del death metal sinfónico en Colombia. Su trayectoria de más de tres décadas los ha convertido en estandartes de la escena metal local, llevando el sonido colombiano a festivales y públicos que celebran su potencia, identidad y profundidad conceptual.​

Hoy, liderados por Andrés Triana (teclados) y fieles a su impulso creativo, HEREJÍA presenta un álbum que es mucho más que música pesada “IN NOMINE OBSCURITATIS” fusiona la fiereza del death metal con arreglos orquestales impecables, logrando un universo sonoro que es tan oscuro como sofisticado, un viaje donde cada composición revela capas emocionales y complejidad instrumental.​​

El álbum, integrado por diez obras, expone la madurez compositiva de una banda que ha sabido sobrevivir a las transformaciones de la industria y del propio metal. Temas como “Abandonado Por La Luz” y “Eterna Oscuridad” son evidencia de que HEREJÍA no solo honra la tradición, sino que la reinventa a través de arreglos neoclásicos, letras profundas y una presencia escénica demoledora.​

La historia de HEREJÍA está marcada por episodios duros y renacimientos. Tras la dolorosa partida de Ricardo Chica en 2021, la banda supo reinventarse sin perder identidad, apostando por alineaciones y colaboraciones que han sumado riqueza a su propuesta. Este cuarto de siglo en activo los acredita como leyendas: nunca han dejado los escenarios, siempre están presentes en festivales emblemáticos, escenarios internacionales y se mantienen vigentes en el contexto digital y físico del metal colombiano.

Como anticipo especial para la comunidad más cercana de HEREJÍA, “IN NOMINE OBSCURITATIS” está disponible para escucha limitada en Bandcamp. Pronto llegará a todas las plataformas de streaming y se anunciará la edición física, que los coleccionistas y fieles seguidores aguardan con expectativa.​

Con “IN NOMINE OBSCURITATIS”, la banda reafirma que el metal colombiano tiene voz, fuerza y espíritu propio. Su propuesta artística es el reflejo de miles de seguidores que se han identificado con letras densas, melodías poderosas y una puesta en escena que transforma el dolor, la rabia y la oscuridad en arte.

El nuevo lanzamiento de la banda es un llamado a las nuevas generaciones de músicos metaleros colombianos a seguir explorando la sinergia entre lo extremo y lo sublime, lo oscuro y lo luminoso. HEREJÍA desafía con su legado y sigue construyendo el camino para el metal sinfónico en el continente.

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La trampa de la raíz: Cómo el “sonido local” nos desconectó del rock mundial.

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Escribo este artículo motivado por una experiencia reciente que me dejó pensando a profundidad sobre uno de los discursos más arraigados —y a mi juicio, más dañinos— del rock latinoamericano. Fui invitado a la ceremonia Raíz y Resonancia, organizada por Hodson Music, un encuentro impecablemente producido que reunió a artistas, gestores y pensadores en torno a la idea de la identidad sonora y al reconocimiento de algunos artistas y gestores, entre ellos yo, lo cual agradezco enormemente. Durante uno de los conversatorios, surgió nuevamente el concepto del “sonido local” como bandera de autenticidad, como si la raíz cultural fuera una condición indispensable para validar una propuesta musical. Y aunque la reflexión fue valiosa, salí de allí de nuevo con la inquietud que desde hace muchos años no me suelta ¿no estaremos repitiendo, con nuevos términos, el mismo error que nos aisló hace décadas? ¿No fue precisamente esa obsesión por la raíz mal entendida, politizada y mitificada, la que impidió que el rock latino se consolidara como una fuerza verdaderamente global? Este artículo nace de esa incomodidad, de la necesidad de repensar lo que durante años nos vendieron como verdad, la idea de que debíamos sonar diferentes para ser auténticos, cuando en realidad esa diferencia se convirtió en una frontera que nos alejó del resto del planeta y su industria musical.

En los años noventa, nos vendieron una idea y la aceptamos con la ingenuidad con que se compra cualquier moda de temporada, MTV Latino puso en el mapa a una generación entera con el eslogan del “sonido local” y esa etiqueta que fue vendida como orgullo cultural, terminó funcionando más como jaula que como bandera. La promesa era al principio una idea genial, sonar a nuestra ciudad, a nuestra tierra, a nuestras raíces; pero algo se perdió en la traducción entre la intención y el resultado. Lejos de abrirnos un camino hacia el mundo, esa idea contribuyó a encerrarnos en una estética circunscrita, repetida hasta el cansancio en discos con baterías apagadas, guitarras sin ataque y mezclas que jamás escaparon al sonido doméstico de un estudio sin oficio para el rock. Lo que se celebraba como identidad muchas veces era en términos técnicos, ausencia de experiencia; un “sonido bogotano” que no era celebración sino accidente por la inexperiencia de grabar rock, sonidos con sonido crudo casi de garaje, y que la industria y la crítica prefirieron romantizar antes que corregir.

Pero esto no fue sólo un fallo de ingeniería de audio, fue un gesto explícito de politiqueo cultural. En los noventa y el inicio del siglo XXI, la reivindicación de lo propio tomó también forma de resistencia frente al catálogo internacional, y la retórica cultural de la izquierda recién llegada por primera vez a Bogotá, con sus nobles y torpes esfuerzos por deconstruir hegemonías, se mezcló con el discurso artístico del triunfo de Carlos Vives y sus “rockeros” derivados, hasta convertir la autonomía estética en una consigna casi teórica. La consecuencia perversa fue pedagogía invertida, se premió la diferencia por sí misma, se celebró el desacoplamiento del estándar global como si fuera un acto de libertad y se terminó confundiendo independencia con aislamiento. Así, en nombre de no “ceder al imperio”, muchos sellos, festivales y curadores aceptaron y reprodujeron un producto que por falta de oficio y por voluntad política, nunca quiso o supo competir en las mismas reglas técnicas y comunicativas del rock global, así nos instalaron esa doctrina tropical y eléctrica que asesinó el rock colombiano y nos tiene viviendo más de 30 años en una cámara de eco.

Creo firmemente —y esta es la hipótesis que cruzará este texto— que esos conceptos van contra la esencia misma del rock. El rock no es una tribu con fronteras idiomáticas; es, por definición, un lenguaje universal compuesto por riffs, golpes, tensión y catarsis que producen la misma lectura emocional en Tokio, Estocolmo que en Medellín. Si queremos introducir elementos nuestros —instrumentos folclóricos, ritmos autóctonos, paisajes líricos— la tarea no es imponerlos como sello de autenticidad y punto final, sino traducirlos para que funcionen dentro del vocabulario universal del género. Traducir no significa borrar ni venderse; significa encontrar la forma en que una cumbia, una caja o una melodía andina se convierten en motor dramático del rock, en lugar de en un accesorio exótico que sólo genera sorpresa y sonrisa en el extranjero. Porque si no pasa por esa traducción, lo único que consigue es sostenerse como curiosidad, un objeto encantador en vitrinas ajenas, una postal sonora para turistas culturales, ya lo hemos comprobado mil veces.

Esa es la razón por la cual, hasta hoy, el rock latino nunca ha conseguido ocupar un lugar verdaderamente masivo y sostenido en el escenario mundial, la escena se quedó atrapada entre la caricatura y la anécdota. No confundamos fenómenos de exportación comercial que utilizan elementos autóctonos —los casos de Juanes o Shakira son otra conversación y no tipifican al rock— con la verdadera proyección internacional del género. Por otro lado, ya existen bandas que demuestran lo contrario de mi tesis, grupos que suenan de frente al mundo sin pedir clemencia ni exotismo, que aterrizan en festivales como si hubiesen tocado siempre allí y no como rareza programada. Nombres como INFO, Vhill en Wacken o las bandas que han invitadas por Copenhell —Psycho Mosher y Syracusae— muestran que se puede competir por sonido, por intensidad y por oficio, sin sacrificar lo local ni convertirlo en guiño folklórico.

El rock es una gramática compartida; llevar una papayera eléctrica a un escenario europeo sin haberla hecho hablar en términos del género es el equivalente sonoro al bufón musical, claro, funciona como chiste una vez, genera fotos y titulares, pero no construye continuidad ni respeto artístico. Es igual que aquellas ocurrencias de antes en las que se trajo a la Orquesta de La Luz de Japón a cantar Salsa solo por el factor sorpresa, simpático en la foto, olvidable en la historia. Si queremos que el rock latino deje de ser una anécdota curiosa y pase a ser parte del mapa común, debemos empezar por negarnos a la excusa del “sonido local” como fin último y en su lugar, aprender a hablar el idioma que ya domina los estadios y los festivales del mundo, pero eso no es lo que quiere el gobierno que tiene arrodillados a los rockeros por hambre ¿cierto? Eso al parecer no es lo que el músico nacional quiere porque el hambre está primero que el género musical, por eso han permitido su degradación.

El rock, en su concepción original, jamás necesitó pasaportes. No nació para representar una bandera, sino para dinamitarla. Fue y sigue siendo una lengua franca de la inconformidad, un idioma emocional que se comunica con electricidad, ritmo y actitud. Desde sus primeros acordes en los cincuenta, el rock se expandió como un virus noble, cada ciudad, cada generación y cada contexto social lo absorbieron y lo tradujeron sin traicionar su esencia. Los británicos lo reinventaron con elegancia, los estadounidenses con rabia, los australianos con rudeza, los japoneses con precisión, los nórdicos con oscuridad. En todos los casos, lo que definía al género no era el lugar de origen, sino la intensidad y la honestidad del sonido. La universalidad del rock siempre radicó en su capacidad de ser comprendido más allá de la lengua, como un grito compartido que prescindía de aduanas.

Pero en América Latina el rock fue tomado como una trinchera política, un terreno más dentro del mapa ideológico del siglo XX. A medida que el discurso antiimperialista crecía, especialmente desde los sectores culturales de izquierda, el rock comenzó a ser leído no como una herramienta de expresión, sino como una extensión del poder hegemónico norteamericano. Esa interpretación reduccionista que pretendía liberar al arte de las garras del imperio generó una paradoja devastadora, los mismos que hablaban de independencia terminaron construyendo muros. Surgió entonces la necesidad de “descolonizar” el rock, de vestirlo con ropajes autóctonos, de forzarlo a sonar distinto para no ser “otra copia del norte”. Y así nació la trampa del “sonido propio”, una consigna más política que musical que pronto se convirtió en norma estética.

Ese “sonido propio” se volvió mandato. Se esperaba que las bandas hicieran visible su contexto cultural en cada riff, que las letras fueran testimonio social, que los timbres reflejaran la tierra, que las producciones sonaran diferentes por principio. El problema fue que, al intentar crear una versión “liberada” del rock, se perdió su lenguaje. En lugar de apropiarse de la herramienta y hacerla crecer, se la deformó hasta el punto de la autocaricatura. Lo que empezó como una búsqueda de autenticidad se convirtió en un ejercicio de corrección política: había que sonar distinto no por creatividad, sino por ideología. Muchos críticos, periodistas y promotores repitieron el eslogan sin detenerse a pensar que el rock, precisamente por ser universal, no necesitaba justificarse a través de una identidad nacionalista y los que peleamos contra eso, fuimos vetados, ridiculizados y hechos parias por los ladrones a los que este discurso les favorece para poder llenarse los bolsillos con las políticas culturales y espacios de circulación.

De esa confusión entre independencia y aislamiento surgió una generación de bandas que competían en un torneo imaginario para demostrar quién era más local, quién tenía más raíz, quién lograba mezclar más “ritmos del pueblo” sin perder la distorsión. El resultado fue predecible y muchas veces patético, el rock latino terminó atrapado entre el folclorismo y la caricatura. Por un lado, bandas que disfrazaban la falta de técnica con discursos de identidad; por otro, oyentes internacionales que veían en esas fusiones un espectáculo pintoresco, exótico, pero irrelevante dentro de la conversación global del género.

Esa apropiación ideológica afectó la competitividad internacional del rock latino de forma estructural. Mientras el resto del mundo profesionalizaba su sonido, consolidaba escuelas de producción y establecía estándares técnicos que garantizaban calidad exportable, en Latinoamérica se mantenía la autocomplacencia disfrazada de rebeldía. Se aplaudía sonar distinto incluso cuando eso significaba sonar mal. Se confundió la precariedad con autenticidad, y la distancia con independencia. Y cuando los festivales europeos o estadounidenses miraban hacia el sur, lo que encontraban no era una escena fuerte ni cohesionada, sino una colección de curiosidades sonoras, interesantes en lo cultural pero débiles en lo musical.

El rock, como todo lenguaje universal, se sostiene en su capacidad de traducir emociones humanas en sonido. No hay fronteras en la rabia, en la melancolía, en la euforia o en la energía que lo define. Pero la politización del “sonido propio” desvió esa esencia hacia un terreno donde el rock dejó de ser comunicación para convertirse en manifiesto. Y en el momento en que el rock se volvió manifiesto, dejó de ser rock.

Y Colombia es el mejor ejemplo, una cosa es no poder distinguir muy bien entre una fusión y una jerarquía, pero otra que ya raya en la estupidez es creer que por cambiarle el nombre a Los Gaiteros de San Jacinto se convierten en Rock. Eso es manipulación del discurso, robo, estafa, adoctrinamiento. El verdadero desafío del rock colombiano nunca ha sido encontrarle una etiqueta que lo diferencie del resto del mundo, sino lograr que lo que somos, nuestra historia, nuestra rabia, nuestra belleza, nuestras heridas, puedan decirse en el mismo idioma sonoro que el planeta ya entiende. No se trata de injertar una papayera eléctrica ni de enchufar un tiple distorsionado para “latinoamericanizar” el género, sino de traducir la emoción local al lenguaje global del rock. El arte no necesita atuendos folclóricos para ser auténtico; necesita verdad, energía y una producción que esté a la altura de su intención. Cuando esa traducción se logra, la identidad emerge sola, sin forzarla, como una consecuencia natural de la experiencia humana que le da origen.

Eso es exactamente lo que empieza a suceder con las nuevas generaciones de bandas latinas que, sin pedir permiso, suenan al nivel de cualquier festival europeo. INFO, Loathsome Faith y Vhill, desde la plataforma de Metal Battle, o Psycho Mosher y Syracusae en Copenhell ya nombradas anteriormente, son ejemplos contundentes de esa nueva mentalidad, músicos que entienden el rock como lenguaje universal, que trabajan con rigor técnico, con estética contemporánea y con la certeza de que competir en la liga global no significa renunciar a lo propio, sino hacerlo comprensible sin recurrir al exotismo. Estas bandas no viajan al extranjero a representar la “curiosidad tropical” de una escena colorida y pobre, sino a tocar con la misma potencia y dignidad que cualquier agrupación danesa, alemana o estadounidense. Su sonido no se sostiene en la rareza, sino en la calidad y eso es lo que el rock colombiano nunca ha podido entender, no porque no quiera sino porque si lo hace todo el aparato mafioso de la dictadura cultural se les cae.

Ese es el camino que el rock latino ha tardado décadas en entender, que no se conquista el mundo apelando a la compasión cultural ni al exotismo del turista, sino hablando el idioma que todos los oídos reconocen. El rock, cuando es real, no tiene nacionalidad; tiene energía. Y cuando esa energía se canaliza con técnica, con visión y con oficio, deja de importar de dónde viene el amplificador o en qué lengua se canta. Lo que queda es la emoción, la verdad eléctrica que nos une como especie.

Durante años nos hicieron creer que la autenticidad estaba en la carencia. Que sonar mal era sinónimo de ser honestos. Que nuestra versión del rock debía ser artesanal, precaria y autóctona, como si la pobreza fuera una estética y no una consecuencia de la desigualdad. MTV, la academia, los críticos, las universidades, los festivales, todos repitieron ese dogma hasta hacerlo norma. Pero el tiempo terminó demostrando que no hay nada más deshonesto que disfrazar la falta de calidad con discurso identitario.

Hoy, después de tantos años de confundir la ruina con la raíz, comienza a abrirse una nueva conciencia: la de que la autenticidad no está en sonar “latino”, sino en sonar bien, en sonar real. El futuro del rock de este continente dependerá de quienes entiendan que la única frontera que importa es la del sonido.

Nos vendieron que para ser auténticos teníamos que sonar pobres. Que el rock era un lujo del norte y que nosotros debíamos hacerlo con ruanas eléctricas. Pero el rock nunca pidió pasaporte. El rock se entiende en cualquier idioma —menos en el de la excusa

@felipeszarruk

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