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¿Quién mató al rock en Colombia? Entre la tropidelia y el Metal, una identidad perdida – Subterránica
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Colombia

¿Quién mató al rock en Colombia? Entre la tropidelia y el Metal, una identidad perdida

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Desde principios del siglo XXI algo bastante desconcertante le ha ocurrido al rock colombiano. No fue una muerte repentina ni un colapso violento, fue un desvanecimiento progresivo, una sustitución encubierta que con el paso de los años ha dejado a los verdaderos amantes del género preguntándose: ¿qué pasó con el rock? En su lugar, dos corrientes han ocupado el espacio: la tropidelia y el Metal, ambas con su valor estético y cultural importante, sin duda. Pero ninguna es rock. O al menos, no lo que históricamente se entendió como tal.

La tropidelia con su mezcla de cumbia, psicodelia, funk y ritmos afrocaribeños se volvió la cara oficial de la “música alternativa” colombiana. Proyectos como Bomba Estéreo, Systema Solar o Mitú arrasaron con los festivales, los medios y el imaginario cultural del “nuevo sonido colombiano”, eso se vendió como una evolución del rock, pero no lo era, era una transición hacia lo bailable, lo tropical, lo exportable, a eso le llamaron “nuevas músicas colombianas” y los de mente “sofisticada” se lo creyeron.

Cabe señalar que muchas de las empresas que actualmente lideran la producción de festivales y conciertos en Colombia tuvieron su origen en prácticas cuestionables, incluyendo el uso indebido de recursos públicos mediante la manipulación de contratos estatales, lo que les permitió consolidarse como grandes corporaciones del sector cultural. Estas mismas organizaciones son, en gran medida, las responsables de promover la narrativa según la cual la cumbia ha reemplazado al rock como expresión predominante. En este sentido, puede afirmarse que el Estado colombiano, a través de sus políticas de financiación cultural, ha contribuido —aunque de forma indirecta— al desplazamiento del rock. Este fenómeno, sin embargo, no es exclusivo del contexto colombiano; desde el fracaso simbólico de Woodstock 1999, el rock ha sido progresivamente marginado del mainstream a nivel global.

Frente a esto, los rockeros tradicionales -muchos nacidos en los 70, 80 y 90- no se sintieron identificados y en lugar de defender el rock como una forma más amplia, variada y melódica se refugiaron en el Metal. Así, el Metal empezó a convertirse en sinónimo de “lo único que queda”, el problema es que el Metal, aunque parte del espectro del rock, no lo representa en su totalidad, su sonoridad agresiva, sus estéticas extremas y su público sectario empezaron a desplazar las formas más melódicas, introspectivas y narrativas del rock tradicional, del alternativo, del progresivo, del indie, del punk menos ruidoso, del post-punk, del rock-pop o del grunge.

Hoy, en Colombia, el rock se ha quedado huérfano. Entre los festivales de fusión tropical y las avalanchas de conciertos de Metal extremo no hay lugar para bandas que se definan como rock sin apellidos. Y peor aún, la audiencia tampoco las comprende. Para muchos jóvenes, rock es sinónimo de guturales, doble pedal, distorsión al límite. Si no hay pogo, no es rock, si no hay riffs rabiosos, es pop y si suena a algo británico, entonces es “una viejera” y por otra parte para los curadores de los festivales públicos, si no tiene acordeón o guacharaca entonces es Metal, que paradoja y que confusión de esta pobre gente que en Colombia polariza todo, hasta la música, existen cientos de bandas de rock que quedan por fuera de todo espacio porque para los curadores y jurados solo existe la papayera eléctrica y el Metal y nada más, el rock, como lenguaje, como actitud y como espacio de exploración sonora intermedia, está desaparecido, las bandas no tienen escenarios, no tienen cobertura y lo más preocupante: no tienen audiencia, la generación que podría escucharlas está atrapada entre la nostalgia Metalera o el ritmo bailable.

Este artículo busca explorar esa paradoja… cómo el rock murió en Colombia por partida doble. Primero, por la absorción de la tropidelia como “rock moderno colombiano” y segundo por la reducción del rock a su versión más extrema: el Metal. Y cómo, entre ambas fuerzas, se ha perdido la posibilidad de que el rock sobreviva como un género abierto, melódico, rebelde pero sensible, urbano pero introspectivo.

LA ASCENSIÓN DE LA TROPIDELIA Y LA DESAPARICIÓN DE LA GUITARRA ELÉCTRICA

La tropidelia no llegó a reemplazar al rock de forma violenta. Lo hizo seduciendo en un plan controlado entre las instituciones y algunos medios y actores que se aliaron para esto… Cuando el país buscaba una identidad musical exportable que no se asociara con el conflicto armado ni con la música tradicional, la tropidelia ofreció una estética fresca, bailable, mestiza, fue fácil de digerir para las audiencias internacionales, especialmente en Europa y Estados Unidos, donde lo “latino” siempre es bienvenido, pero con un toque de modernidad.
La guitarra eléctrica, símbolo del rock, fue sustituida por sintetizadores, marimbas, guacharacas, bajos funkys y beats caribeños. De a poco, desaparecieron las bandas con formato clásico de bajo, guitarra y batería y en su lugar surgieron proyectos electrónicos con músicos de laptop y secuencias impulsados por el mismo estado y por las personas en puestos de poder que adoptaron esto como un distanciamiento “del imperio” y como un sonido propio, autóctono.

La prensa musical celebró este cambio como una “evolución del rock colombiano”. Pero lo que ocurrió en realidad fue una mutación comercial. La tropidelia se convirtió en un nuevo folclor urbano y desplazó al rock de los escenarios, de las radios, de los festivales, de las universidades e incluso de festivales “de rock”. No fue un asesinato con arma blanca, fue una deserción en masa lograda también por el hambre de los rockeros que se cansaron de no tener ni para almorzar, por eso callaron cuando sucedió y prefirieron colgarse una ruana que luchar por el género, al final la culpa también es del hambre que en Colombia reina en las artes, es mejor arrodillarse y rogar al estado por dinero que luchar en una industria que no existe.

Una entrevista con un programador de un importante festival colombiano (que prefirió no ser citado) revela la estrategia: “el rock ya no llena. La gente quiere bailar, quiere gozar. Si ponemos una banda indie rock, el público se aburre. Pero con tropidelia, todos se prenden”. El problema de fondo no es el éxito de la tropidelia, es que se haya vendido como sustituto del rock y que todos lo hayan aceptado sin cuestionarlo.

En las convocatorias culturales, los jurados suelen replicar una visión reduccionista de las músicas populares, limitándose casi exclusivamente a dos polos estilísticos: la llamada “tropidelia” y el metal. El rock, en sus formas tradicionales o clásicas, tiende a ser ignorado o incluso descalificado por desconocimiento. Esto se debe, en parte, a la falta de formación académica especializada en géneros populares por parte de muchos evaluadores, quienes no cuentan con criterios técnicos sólidos para valorar propuestas que no se ajustan a esas dos categorías dominantes. En consecuencia, la evaluación artística no responde a una apreciación objetiva ni a estándares musicales, sino a una doctrina estética impuesta y reproducida institucionalmente.

A esta situación se suma otro problema estructural: la reiterada práctica de designar jurados locales para evaluar a postulantes de su misma ciudad —por ejemplo, bogotanos calificando a otros bogotanos en convocatorias distritales—, lo que propicia círculos cerrados de afinidades personales, lealtades previas y favores cruzados. En este contexto, la meritocracia cultural se ve comprometida. Un caso emblemático es la ausencia del punk en la edición 2024 de Rock al Parque. Este subgénero fue prácticamente invisibilizado, y solo tras una fuerte reacción colectiva de la comunidad punk —una de las más cohesionadas y activas de Bogotá— se logró revertir parcialmente esta exclusión para la edición de este año.

EL METAL COMO REFUGIO Y COMO JAULA

Al mismo tiempo en que sucede el auge de la tropidelia, muchos rockeros clásicos se sintieron desplazados. Buscando una identidad fuerte, poderosa, coherente con la rebeldía original del rock se volcaron al Metal. Colombia, desde los 90, ha tenido una escena Metalera fuerte, especialmente en Bogotá, Medellín y Pereira. Pero lo que ocurrió en los últimos 15 años fue una absorción total: el Metal se volvió sinónimo de “rock real”, a falta de bandas de rock los rockeros ahora escuchan Metal.

Esto generó una visión cerrada del género, el chip fue cambiando, ahora para muchos públicos y medios, si una banda no tiene gritos guturales, riffs acelerados, doble pedal y una estética oscura, entonces no es rock. Cualquier intento de hacer rock melódico, indie, progresivo o clásico, es tildado de “mala música” o de “suave”. La diversidad sonora desapareció y con ella la posibilidad de que nuevas generaciones entendieran al rock como un lenguaje amplio, no es primera vez que el país mata un género, mientras en los ochentas sucedía toda la nueva ola del Heavy Metal Británico o sucedía el movimiento glam de los Estados Unidos que era la corriente dominante en el mundo, acá trillaban una amalgama de sonidos a lo que llamaron “Rock en Español”, mientras en el mundo sonaba Def Leppard o Motley Crue en Colombia sonaban Los Prisioneros y Vilma Palma e Vampiros.

El Metal creció en programación, en festivales underground, en discografías independientes. Pero lo hizo aislado. Alejado del gran público, del cruce con otras artes, del debate social. Se volvió una trinchera de resistencia… que muchas veces más parecía una celda de aislamiento.

MEDIOS QUE NO ESCUCHAN, BANDAS QUE NO EXISTEN: LA INVISIBILIDAD SISTEMÁTICA

Una de las causas más preocupantes del colapso del rock colombiano es la sistemática invisibilización de las bandas que aún practican el género en sus géneros clásicos. No hablamos solo de falta de medios especializados sino de un ecosistema de difusión que no comprende ni promueve la diversidad interna del rock.

Programas radiales, revistas digitales y curadores de festivales suelen caer en un reduccionismo fatal: si no es tropidelia para bailar o Metal para gritar, no es digno de ser programado. Así, bandas que apuestan por el rock alternativo, el shoegaze, el post-rock, el indie experimental, el art rock, quedan completamente por fuera del circuito. Se ha instaurado una lógica de consumo basada en lo funcional: lo que hace mover el cuerpo o lo que desata la catarsis. Todo lo que se sitúa en el medio, lo introspectivo, lo narrativo, lo melódico, lo sutil, queda automáticamente desechado. Es una forma de censura indirecta. Una programación cultural que premia la forma sobre el contenido.

A esto se suma una crisis de criterio editorial. Muchos portales de música alternativos son dirigidos por comunicadores sin formación musical o por influencers que al igual que los curadores y jurados mediocres, reproducen modas sin ningún análisis. La consecuencia es una prensa musical empobrecida, incapaz de reconocer joyas fuera del radar.

¿ES POSIBLE RECONSTRUIR UN ECOSISTEMA PARA EL ROCK?

La situación no es irreversible. Pero requiere voluntad política, cultural y curatorial. Es urgente abrir de nuevo espacios para el rock como lenguaje amplio: desde lo indie hasta lo progresivo, desde el grunge hasta el post-punk, desde lo alternativo hasta lo experimental. Esto implica repensar las convocatorias culturales para incluir al rock como categoría autónoma, fortalecer medios que escuchen, investiguen y reseñen con profundidad, fomentar alianzas entre gestores, músicos y espacios alternativos, crear ciclos de conciertos, ferias, laboratorios y festivales que privilegien la propuesta antes que el ritmo, educar al público joven en la escucha activa y no solo en el consumo inmediato.

El rock no necesita volver a ser masivo, solo necesita dejar de ser invisible y la gente que está en el rock colombiano solo necesita ser honesta y dejar de ser corrupta por el hambre.
Suena a ficción, pero es real y lo peor… todo el mundo lo sabe pero calla.

Imágenes generadas por Copilot

Colombia

Lo Mejor del Rock y Metal Colombiano en 2025 para Subterránica

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Desde las trincheras de Subterránica, 2025 emergió como un año de resistencia y explosión creativa en el rock y metal colombiano, donde bandas independientes desafíaron el establishment con canciones fuertes, honestas y letras que destapan realidades. Bogotá y el circuito underground estuvieron nutridos con El Monster del Rock Subterránica, los heats de Wacken Metal Battle y giras crudas que priorizaron la esencia sobre el mainstream. Estas 14 propuestas capturan según nosotros, la furia genuina e indomable, desde el death brutal, pasando por el thrash demoledor hasta fusiones rebeldes que definen un sonido nacional que se niega a ceder, listo para trascender fronteras sin concesiones.

Estas fueron las mejores agrupaciones del año para nuestro colectiv

Loathsome Faith

Loathsome Faith, death metal bogotano de precisión quirúrgica, teje riffs técnicos con atmósferas asfixiantes que diseccionan la indolencia social y la decadencia humana, evocando a Nile con un toque local visceral. En 2025 fueron los ganadores de Wacken Metal Battle Colombia, tocaron en Ecuador en la gran final, no se quedaron quietos en ningún momento y lanzaron “Indolencia”, un adelanto de su cuarto álbum que acumuló miles de streams underground, seguido de shows en Rock al Parque y presentaciones que reafirmaron sus 15 años de brutalidad inquebrantable. Su presencia en festivales independientes consolidó su rol como ariete del extremo, atrayendo aliados globales sin diluir su ferocidad. Sin duda uno de los nombres más importantes de Metal colombiano.

Cheyne Stokes

Cheyne Stokes evoluciona hacia un metal progresivo introspectivo, donde progresiones emocionales transforman el thrash primigenio en narrativas conceptuales de sombras y redención, con influencias de Tool y Opeth filtradas por la crudeza colombiana. Sacaron el single “The Dream is Collapsing” y el álbum The Empress, un doble golpe de madurez sonora con videos oscuros que exploran colapsos mentales, más presentaciones en varios circuitos. Su música invita a la catarsis colectiva, posicionándolos como innovadores que fusionan introspección con potencia en vivo.

Pr1mal

Pr1mal regresó con riffs más densos, sonido más fuerte tipo Groove Metal y letras políticas que gritan rebeldía contra el sistema, reminiscentes de Slipknot y Korn pero con acento bogotano callejero y actual. Tras 13 años de hiatus, se tomaron nuevamente los escenarios con su voltaje renovado. Su front man Javier Carmona pareciera no querer ceder al tiempo y está en mejor forma que nunca.

Onïxx

Onïxx encarna el hard heavy metal tradicional con potencia clásica, solos melódicos y una energía underground que resiste modas, canalizando Iron Maiden y Judas Priest en riffs que retumban en los bares bogotanos. Finalistas destacados en Wacken Metal Battle Suramérica 2025, sostuvieron una agenda de shows intensos en el circuito local, ignorando confusiones con actos foráneos y fortaleciendo su marca en redes independientes. Su endurance en la escena los erigió como baluartes del metal puro, listos para heats mayores sumado a una excelente puesta en escena.

Mandingasea

Mandingasea fusiona hard rock con grooves latinos y letras viscerales sobre lucha cotidiana, como en “Jodido” o la brutal “Cartas Suicidas”, entregando un sonido callejero que mezcla el rock con raíces colombianas en ritmos infecciosos. Realizaron conciertos clave en la ciudad y su lucha por la salud mental es notoria y necesaria, manteniendo su pulso resistente. Su presencia en el circuito consolidó un estilo que invita al rock con alma popular.

The End

The End despliega cyborg metal postapocalíptico, un hard rock futurista con riffs robóticos, baterías fuertes y letras de guerra final que pintan escenarios distópicos al estilo Rammstein meets Fear Factory. Coronados como ganadores del Monster del Rock Subterránica, superaron rivales en batallas épicas, esta es una banda que es divertida de ver en vivo y que ha construido todo un concepto alrededor de ella.

Osaka 32

Osaka 32 ofrece rock alternativo con riffs potentes y grooves modernos, un sonido fresco que navega stoner y post-hardcore con toques experimentales y elementos asiáticos, ideal para cabezas que buscan intensidad sin clichés. Activos en varios eventos y en Wacken Metal Battle, sumaron giras locales y apariciones en Toque que los catapultaron en la celebración anual del rock underground. Su momentum en Instagram y escenarios independientes los marca como promesa ascendente.

RIP (R.I.P.)

RIP forja heavy rock crudo con temas como “Muerte Digna”, un sonido directo y sin filtros que captura la resistencia underground bogotana, influenciado por el metal clásico con edge punk. Mantuvieron una sólida agenda de shows en la escena local, contribuyendo a la vitalidad del circuito sin alardes, priorizando la conexión auténtica con el público fiel. Su persistencia en redes y eventos los mantuvo como pilar de la tradición roquera, fueron protagonistas de la entrega de Premios Subterránica 2025.

Devasted

Devasted lidera el thrash metal con demencia técnica, inspirado en Coroner y Vektor, donde velocidad y caos social se funden en riffs bastante elaborados que denuncian desorden colectivo. Lanzaron el álbum Siniestro, posicionándolos como el estandarte del thrash y sus fusiones con producción impecable. Su evolución técnica redefinió el género en el underground 2025 y terminan el año con su gira por Perú.

Ciudad Inmovil

Ciudad Inmovil construye modern metal con riffs intensos, grooves y una dinámica bogotana que evoca aquellas bandas a las que no les da miedo experimentas. Competidores fieros en semis de Wacken Metal Battle Bogotá, sumaron a celebraciones roqueras con lanzamientos digitales que ampliaron su reach underground. Su sonido prometedor apunta a dominar el circuito emergente.

Camargo

Camargo explora pop rock con contrastes luminosos y oscuros, un estilo performativo fresco que alterna melodías accesibles con crescendos intensos, atrayendo audiencias amplias en escenarios grandes. Su mezcla emocional capturó el espíritu versátil del génerom este año tuvieron gira en México y en varios festivales del país, pero el lanzamiento de su canción “Indefinido” los marca como lo mejor del año.

Alfonso Espriella

Con 20 años de tarima, entrega y letras introspectivas, Alfonso no es capaz de tomar un descanso, lanzando nueva música durante el año. Ha compartido escenario con Slash y Draco Rosa con un sonido maduro y ecléctico. Estrenó “Dolor Fantasma”, un single haunting que sumó a shows independientes, reforzando su legado versátil en el rock colombiano. Su carrera sostenida inspiró a la escena solista underground siendo él uno de los pocos que quedan en el género.

Somberspawn

Somberspawn desata blackened death metal feroz desde 2018, con “Inumbrate” como estandarte de ruido transfronterizo que mezcla Behemoth con crudeza bogotana en blasts y atmósferas gélidas. Expandieron su visión en showcases independientes y redes globales, consolidando un underground que trasciende límites locales. Su intensidad los elevó como fuerza extrema imparable y definitivamente fueron uno de los mejores shows de Rock al Parque, esta es una banda que pronto se tomará la escena de manera irremediable.

Psycho Mosher

Psycho Mosher, pioneros del crossover thrash, aceleran con riffs veloces y actitud callejera que recuerda bandas como Cro-Mags y Suicidal Tendencies, desatando furia pura en mosh pits globales. Aseguraron boleto a Copenhell 2026 al ser ellos los escogidos en los showcases del Bomm y con shows locales que definieron su proyección internacional como embajadores del thrash colombiano. Su año culminante selló un legado de velocidad indetenible.

!Que nunca pare nuestra escena!

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Colombia

Que el Estado sea mecenas, no censor: qué puede aprender Colombia del ingreso para artistas en Irlanda

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Es hora de hacer una pregunta importante en Colombia en cuanto a las artes: ¿Qué papel debería jugar el Estado en la vida cultural? ¿Debe limitarse a regular y a repartir migajas, o puede convertirse en un mecenas decidido que permita a las prácticas creativas existir sin extorsiones burocráticas ni censuras veladas?

Irlanda ha dado en 2025 una respuesta radical y práctica a esta pregunta, el Estado financia la capacidad de crear. Tras un piloto iniciado en 2022, el programa Basic Income for the Arts (Ingreso Básico para las Artes) que pagó €325 semanales a 2.000 artistas y se proyecta como permanente a partir de 2026. Es decir: alrededor de €1.300–€1.500 mensuales garantizados, sin informes de resultados que exijan productividad inmediata, con efectos positivos reportados en salud mental, producción creativa y retención profesional en el sector cultural. Los primeros balances del piloto y las decisiones tomadas en Dublín muestran que una política pública que confía en la autonomía creativa puede dar retornos sociales medibles y, sobre todo, devolver dignidad al trabajo artístico.

Frente a ese experimento irlandés, la realidad colombiana aparece fragmentada y se han desarrollado instrumentos de política cultural, pero persiste una brecha entre los discursos y la práctica. Los diagnósticos internacionales muestran que la política cultural en Colombia ha avanzado en la creación de ecosistemas creativos y en la declaración de cultura como derecho, pero su financiación y su capacidad de descentralizar recursos siguen siendo limitadas frente a las necesidades reales de artistas, gestores y territorios. En paralelo, la articulación entre memoria, museos locales (como el Museo del Rock Colombiano) y los programas de reconocimiento que proponen medios independientes y plataformas ciudadanas constituyen prácticas resilientes frente a esa fragilidad estatal.

Este contraste obliga a repensar el imaginario que muchos tenemos sobre la relación Estado-cultura en América Latina. Cuando se habla de “dictadura cultural” en tono de crítica, a menudo se alude a dos riesgos distintos pero conectados: a) el riesgo autoritario, en el que el poder decide qué es arte válido y qué no, imponiendo censuras o líneas temáticas legitimadas por el aparato estatal; y b) el riesgo liberalizador, donde el Estado abandona la escena cultural a los vaivenes del mercado y a la precariedad de la condición creativa. La experiencia irlandesa ofrece una tercera vía: un Estado que actúa como mecenas en sentido moderno —financiando la posibilidad de crear sin dirigir el contenido— y, al mismo tiempo, protege la libertad de expresión y la diversidad. Esa es la lección que conviene mirar con atención.

¿Por qué copiar el modelo irlandés? Primero, porque un ingreso básico para artistas parte de una hipótesis empírica: la inestabilidad económica genera fuga de talentos, autocensura por necesidad y el abandono de proyectos a largo plazo. Al mitigar esa inestabilidad, se multiplican las condiciones para la experimentación, la investigación artística y la construcción de memorias locales. Segundo, porque el retorno no es meramente simbólico: los informes preliminares del piloto en Irlanda registran mejoras en el bienestar, en la producción y en la profesionalización, y apuntan a beneficios económicos indirectos —mayor consumo cultural, circuitos de exhibición más dinámicos, y mayor oferta pedagógica— que compensan la inversión pública. Tercero, porque el ejemplo de pequeñas iniciativas como Raíz y Convergencia demuestra que la articulación entre museos, medios independientes y administración local puede amplificar los efectos de una política pública sólida.

Pero ninguna traslación política es automática. A partir de la comparación entre Irlanda y el estado actual de la cultura en Colombia, proponemos un diagnóstico y una serie de propuestas concretas, viables y escalables para que el Estado colombiano deje de ser un simple regulador o, peor, un censor indirecto, y pase a ser un mecenas responsable.

Diagnóstico breve

  1. Financiación fragmentada y precaria. Los fondos existen en líneas dispersas como convocatorias, estímulos y subsidios, pero suelen ser inestables, condicionados y burocráticos. Eso excluye a muchos creadores que no tienen tiempo o recursos para competir permanentemente por subvenciones.
  2. Centralización y desigualdad territorial. Bogotá y algunas capitales concentran la mayor parte de la visibilidad y los recursos; el trabajo en regiones suele depender de iniciativas particulares y festivales puntuales.
  3. Déficit de políticas de ingreso estable para creadores. No hay un análogo real a programas tipo “basic income for artists” que garantice mínimos de subsistencia para producir con libertad.
  4. Gestión cultural y memoria resiliente. Actores privados y comunitarios (museos, medios como Subterránica, redes locales) han cubierto vacíos de la política pública, mostrando capacidad de archivo, reconocimiento y organización para mantener viva la memoria cultural.
    La propuesta es un marco de política pública inspirado (y adaptado) al modelo irlandés
  5. Lanzamiento de un piloto nacional de Ingreso Básico para la Cultura (IBC) — 2.000 beneficiarios (fase 1).
  6. • Monto orientativo: equivalente a una fracción razonable del salario mínimo local ajustado por regiones (por ejemplo, 1–1.5 SMMLV en ciudades principales, y 0.8–1 SMMLV en municipios). Alternativa: seguir el modelo irlandés y fijar un monto con impacto comparable al costo de vida local.
    • Selección: combinación de criterios objetivos (trayectoria mínima, producción cultural demostrable) y cupos territoriales para garantizar diversidad regional. No debe ser una “subvención por proyecto”, sino un reconocimiento temporal que permita crear.
  7. Evaluación independiente y horizonte de continuidad.
    • El piloto debe contar con evaluación académica independiente (universidades, think tanks) y con indicadores de impacto: salud mental, volumen de creación, empleo cultural indirecto, actividad expositiva/concertística. La idea es evitar la politización del programa y asegurar su continuidad técnica.
  8. Complementariedad con espacios de memoria y producción.
    • Asociar el IBC con museos y medios locales para crear residencias, archivos y ciclos de formación. Las coproducciones como la que plantean algunas premiaciones podrían ser cofinanciadas por el programa como espacios de visibilidad para los beneficiarios.
  9. Descentralización efectiva.
    • Asignar cupos por departamentos y garantizar vocaciones territoriales (por ejemplo, bandas y gestores del Valle, del Eje Cafetero, de la Costa, del Pacífico). Evitar que el programa solo beneficie a quienes ya tienen redes en Bogotá.
  10. Protección a la libertad de expresión y mecanismos anti-captura.
    • Establecer cláusulas claras: la asignación del ingreso no debe implicar control de contenidos ni aprobación previa. Crear un consejo ciudadano-artístico plural que supervise transparencia y evite capturas políticas. La “lógica del mecenas” aquí se entiende como financiamiento público para la creación, no como tutela ideológica.
  11. Sinergias con políticas culturales existentes.
    • Integrar el IBC con convocatorias, compra pública de arte, programación cultural municipal y acuerdos con teatros y salas para presentar trabajos producidos por beneficiarios. Esto multiplica el retorno social y económico de la inversión.
  12. Contraargumentos y riesgos — y cómo mitigarlos
  13. • “Se volverá una renta para ociosos”: la evidencia del piloto irlandés contradice esta afirmación; los beneficiarios usan la estabilidad para producir, formarse y participar en proyectos colaborativos. Es clave diseñar la evaluación para demostrar efectos positivos.
  14. • Politización del fondo: crear órganos independientes, plazos y transparencia pública de beneficiarios reduce la posibilidad de captura.
  15. • Costo fiscal: hay que dimensionarlo con realismo: un piloto con 2.000 beneficiarios es una inversión relativamente baja en términos presupuestales nacionales pero con alto impacto simbólico y práctico. Además, los beneficios indirectos (empleo cultural, consumo, turismo cultural) amortiguan el gasto. Informes preliminares del piloto irlandés señalan retornos sociales y económicos favorables por cada euro invertido.
  16. Mecenas democrático vs. “dictadura cultural”
  17. Llamar a una política pública “dictadura cultural” cuando lo que se reclama es la dirección autoritaria del contenido es válido como advertencia histórica; pero sería un error interpretar que la intervención estatal y la existencia de grandes programas de apoyo equivalen a censura. El reto es que el Estado colombiano deje de verse solo como juez y supervisor, y asuma el papel que le corresponde en una democracia robusta: el de garante de derechos culturales. Ser mecenas no significa mandar sobre el arte: significa pagar la posibilidad de que el arte exista con autonomía.
  18. Irlanda nos recuerda que el Estado puede, sin imponer visiones estéticas, invertir en la libertad creativa y cosechar efectos sociales que van mucho más allá del aplauso: desarrollo económico local, salud pública, educación y memoria colectiva. Copiar ese modelo, con las adaptaciones territoriales y políticas que exige Colombia, es una inversión de futuro; una forma de reconocer que la cultura no es un lujo sino un bien público que sostiene la democracia y nos enseña quiénes somos. Si queremos que la memoria del rock y de tantas otras músicas deje de depender solo de iniciativas heroicas y dispersas, es hora de exigir que el Estado se convierta en mecenas responsable y que la cultura sea tratada como política de Estado, no como anécdota.
  19. Fuentes principales consultadas
  20. • Cobertura sobre la permanencia del programa Basic Income for the Arts en Irlanda (informes y notas recientes): Business Insider; Smithsonian Magazine; ArtNews; Citizens Information.
  21. • Información y fichas sobre los Premios Subterránica y su rol en la escena del rock colombiano.
  22. • Diagnósticos y recomendaciones sobre políticas culturales en Colombia (OECD, UNESCO y análisis sobre financiamiento y descentralización).
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Colombia

SAYCO sancionada nuevamente, Subterránica reivindicada otra vez: La corrupción que los músicos prefieren callar y aplaudir por un almuerzo.

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Actualización 01/12/2025: Posteriormente a la publicación original, un juez ordenó a la SIC retirar de sus propios canales la información relacionada con esta sanción, mientras se resuelven recursos en trámite. Esta orden aplica únicamente a la SIC y no obliga a terceros ni medios que replicaron la noticia, por lo que este contenido se mantiene publicado como registro informativo y de interés público.

Otra vez, después de décadas, los titulares anuncian lo que llevamos años diciendo, SAYCO de nuevo ha sido sancionada, sus directivos multados, el país “sorprendido” porque una entidad que se dice defensora de los autores en realidad los usa como excusa para seguir cobrando y enriqueciéndose. Y claro, ahí salen los comunicados, las frases de indignación, las promesas de cambio. Pero los músicos siguen callados, siguen firmando, siguen creyendo que “esta vez sí”, el músico colombiano es en su mayoría un muerto de hambre que calla la corrupción porque no tiene como más comer.

La sanción a SAYCO, una multa por aproximadamente $5.300 millones de pesos impuesta por la Superintendencia de Industria y Comercio (SIC), confirma lo que desde hace años denunciamos, impedir que autores gestionen individualmente sus derechos, clasificar a los afiliados como “titulares administrativos”, cobrarles un 10 % adicional y obligarlos a ceder todas las vías de comunicación pública para estar representados por el monopolio colectivo.

Pero no es la primera vez que pasa, son años de corrupción y deshonestidad, en 2018 la SIC la multó por $1.378 millones por abuso de posición dominante y violación de la libre competencia. En 2012 la Dirección Nacional de Derechos de Autor suspendió su personería jurídica y le impuso la multa máxima de 50 salarios mínimos legales vigentes (equivalente entonces a unos 28 millones de pesos) por «inoperancia de sus órganos de dirección, falta de transparencia, incumplimiento de deberes estatutarios». Y a los colombianos y sobretodo a los músicos les vale cinco… para ellos está el “cállese” porque nos vetan.

La historia de SAYCO es la historia de un monopolio consentido por el Estado y sostenido por el silencio de los músicos. Desde los años noventa hasta hoy ha sido denunciada por prácticas anticompetitivas, por retener dineros, por excluir a autores que no se someten al régimen interno. A lo largo de los años, las mismas familias, los mismos apellidos y los mismos métodos se repiten: estatutos que se reforman para perpetuar a los directivos, asambleas cerradas, informes maquillados. SAYCO se ha convertido en un modelo perfecto de lo que es la “gestión colectiva” en Colombia, un castillo de papel donde la ley sirve solo para proteger a los que ya están dentro, la justicia tambien es cómplice, así como es cómplice de los malos manejos de las EPS, de los abusos de los bancos y de todo lo que represente ganar dinero deshonesto sobre los derechos de los ciudadanos.

Cada vez que una sanción sale a la luz, los titulares hablan de “nuevo escándalo” como si fuera sorpresa. No lo es. Subterránica lo gritó una y otra vez, las sanciones son solo parches, ¿De dónde creen que sale el dinero para las sanciones? Usen la cabeza, las multas se pagan con la misma plata que recaudan de los artistas. Ninguna de estas sanciones ha significado una verdadera intervención ni un cambio estructural. Los millones que les quita la SIC los recuperan en cuestión de meses, porque el Estado nunca crea una alternativa real para los autores independientes. Y mientras tanto, la prensa cultural finge objetividad, los artistas institucionales se callan para no perder contratos y el público ni siquiera sabe cómo funciona el sistema que paga cada vez que suena una canción en un bar.

SAYCO, IDARTES y todo el aparato cultural estatal son piezas de la misma maquinaria burocrática que sofoca el arte en Colombia. La corrupción en el sector musical no se esconde, se exhibe con descaro, los mismos nombres en todas las convocatorias, los mismos jurados que se evalúan entre sí, los mismos gestores que se autodenominan “cultura”. Y cuando alguien levanta la voz, lo llaman a uno conflictivo. Pero no es conflicto, es dignidad. Y aunque el país entero parezca tolerar el robo sistemático de la cultura, Subterránica sigue en pie, con los mismos argumentos y la misma convicción, la de denunciar aunque nadie escuche, escribir aunque no cambie nada, sostener el espejo frente al monstruo hasta que al menos por un instante, se vea reflejado.

Subterránica lleva más de veinte años repitiendo lo mismo. Denunciando, investigando, poniendo nombres, mostrando documentos. Cuando dijimos que SAYCO actuaba como una mafia organizada, que el IDARTES protege burócratas y no artistas, que las entidades culturales son feudos de amigotes, nos llamaron resentidos, locos, conflictivos. Y sin embargo, aquí está otra vez la prueba, una multa millonaria por impedir a los autores gestionar sus propias obras, por condicionar sus contratos, por cobrar tarifas indebidas. No lo dice Subterránica; lo dice la Superintendencia de Industria y Comercio.

Pero nada cambia. Nada cambia porque en Colombia la corrupción no se castiga, se normaliza. Se vuelve parte del paisaje. Los músicos lo saben y callan, y al callar se vuelven cómplices. Ese es el círculo perfecto: los corruptos actúan, los jueces absuelven, los artistas callan, el público olvida. ¿Cuántas veces esta entidad corrupta ha sido multada y sancionada? ¿Cuántas veces la procuraduría tiene que demostrar la corrupción en otras instituciones que gestionan las artes en el Estado? Lo que se puede llegar a concluir es que tal vez o los colombianos somos estúpidos o que sencillamente no importa.

No hay inocentes en esta cadena… el que firma sin leer, el que paga sin preguntar, el que asiste a los mismos eventos estatales sabiendo que son vitrinas de favores políticos, todos son parte del engranaje. Aquí nadie quiere hacerse enemigo de nadie, y por eso todos terminan siendo socios de la impunidad.

Y los que insistimos en hablar nos volvemos los parias, pero preferimos eso antes que vivir arrodillados ante un sistema que prostituyó el arte. El Estado sigue alimentando las mismas vacas sagradas; las secretarías de cultura, IDARTES, las convocatorias amañadas, los jurados repetidos, los artistas institucionalizados que se reparten el presupuesto público como si fuera botín de guerra. Y cada tanto, cuando alguna sanción se hace pública, los medios anuncian que “ahora sí se hará justicia”. No, no se hará. No mientras sigamos creyendo que un comunicado es justicia. Y es que hay que repetirlo cien veces porque pareciera que no entendieran, el problema no es Sayco, no es Idartes, no son sus alidos sino los corruptos que trabajan ahí. La verdad no es difícil de entender, hasta un niño lo comprende.

La multa a SAYCO no es una victoria para nadie; es otra migaja, un teatro más en este país que premia al corrupto y castiga al que incomoda. Los músicos seguirán cobrando regalías miserables mientras los directivos se reparten millones. Seguirán viendo cómo sus obras son administradas por gente que no compone ni canta, pero cobra como si lo hiciera. Y seguirán tragando entero, porque aquí el que denuncia se queda sin contratos, sin toques, sin apoyo, sin “redes”.

Subterránica lo advirtió mil veces, el problema no es solo SAYCO, es la estructura cultural completa. Un país que tolera la corrupción en la música es el mismo que la tolera en la política, en la justicia, en la educación. Lo mismo disfrazado de gestión cultural.

Y sí, hemos tenido razón desde el principio y siempre la vamos a tener así a los mercenarios de las artes que le dan regalos de Navidad a sus hijos con dinero robado se ofendan. Pero tener razón en Colombia no sirve de nada. Aquí la verdad no cambia las cosas, solo las confirma.

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