Contáctanos

Colombia

Keane en Bogotá: Celebrando 20 Años de “Hopes & Fears” en un Concierto Único

Publicado

en

A tan solo semanas del tan esperado concierto de Keane en Bogotá, la emoción sigue creciendo. El próximo 23 de noviembre, los fanáticos de la banda británica tendrán la oportunidad de vivir una noche inolvidable en el Chamorro City Hall, donde Keane interpretará en su totalidad su emblemático álbum Hopes and Fears.

Este disco, lanzado en 2004, no solo marcó el debut de la banda en la escena musical, sino que también se consolidó como uno de los álbumes más icónicos de la década. Con su distintivo sonido melódico y letras profundamente emotivas, Hopes and Fears se convirtió rápidamente en un fenómeno global, alcanzando nueve veces el estatus de disco de platino en el Reino Unido y vendiendo más de 2,5 millones de copias en su primer año. En los Estados Unidos, el álbum también fue un éxito rotundo, superando el millón de ventas y catapultando a Keane al estrellato internacional.

Canciones como “Somewhere Only We Know”, que ha trascendido generaciones, resonando tanto en aquellos que lo escucharon por primera vez como en nuevas audiencias, han cimentado a Hopes and Fears como un pilar en la historia del rock alternativo. Otros clásicos del álbum, como “Everybody’s Changing” y “Bedshaped”, siguen siendo esenciales en el repertorio de la banda, mostrando la capacidad de Keane para conectar con el público a través de letras conmovedoras y melodías inolvidables.

Keane, formada en 1995 por Tim Rice-Oxley, Tom Chaplin, Richard Hughes y Jesse Quin, ha sabido evolucionar a lo largo de los años, explorando nuevos sonidos y temáticas, pero siempre manteniendo la esencia que los hizo destacar. Hopes and Fears sigue siendo una pieza fundamental en su legado, y este concierto en Bogotá es una oportunidad única para revivir esa magia.

Las entradas para este evento están casi agotadas, lo que subraya la enorme expectativa que rodea este concierto histórico. Los interesados en ser parte de esta experiencia única pueden adquirir sus boletos a través de www.tuboleta.com o llamando al 601 5936300.

No dejes pasar la oportunidad de ser testigo de un momento tan especial en la carrera de Keane. Con el sello de calidad de Move Concerts, este espectáculo promete ser uno de los más memorables del año. Mantente informado sobre todos los eventos de Move Concerts en www.moveconcerts.co

Colombia

La trampa de la raíz: Cómo el “sonido local” nos desconectó del rock mundial.

Publicado

en

Por


Escribo este artículo motivado por una experiencia reciente que me dejó pensando a profundidad sobre uno de los discursos más arraigados —y a mi juicio, más dañinos— del rock latinoamericano. Fui invitado a la ceremonia Raíz y Resonancia, organizada por Hodson Music, un encuentro impecablemente producido que reunió a artistas, gestores y pensadores en torno a la idea de la identidad sonora y al reconocimiento de algunos artistas y gestores, entre ellos yo, lo cual agradezco enormemente. Durante uno de los conversatorios, surgió nuevamente el concepto del “sonido local” como bandera de autenticidad, como si la raíz cultural fuera una condición indispensable para validar una propuesta musical. Y aunque la reflexión fue valiosa, salí de allí de nuevo con la inquietud que desde hace muchos años no me suelta ¿no estaremos repitiendo, con nuevos términos, el mismo error que nos aisló hace décadas? ¿No fue precisamente esa obsesión por la raíz mal entendida, politizada y mitificada, la que impidió que el rock latino se consolidara como una fuerza verdaderamente global? Este artículo nace de esa incomodidad, de la necesidad de repensar lo que durante años nos vendieron como verdad, la idea de que debíamos sonar diferentes para ser auténticos, cuando en realidad esa diferencia se convirtió en una frontera que nos alejó del resto del planeta y su industria musical.

En los años noventa, nos vendieron una idea y la aceptamos con la ingenuidad con que se compra cualquier moda de temporada, MTV Latino puso en el mapa a una generación entera con el eslogan del “sonido local” y esa etiqueta que fue vendida como orgullo cultural, terminó funcionando más como jaula que como bandera. La promesa era al principio una idea genial, sonar a nuestra ciudad, a nuestra tierra, a nuestras raíces; pero algo se perdió en la traducción entre la intención y el resultado. Lejos de abrirnos un camino hacia el mundo, esa idea contribuyó a encerrarnos en una estética circunscrita, repetida hasta el cansancio en discos con baterías apagadas, guitarras sin ataque y mezclas que jamás escaparon al sonido doméstico de un estudio sin oficio para el rock. Lo que se celebraba como identidad muchas veces era en términos técnicos, ausencia de experiencia; un “sonido bogotano” que no era celebración sino accidente por la inexperiencia de grabar rock, sonidos con sonido crudo casi de garaje, y que la industria y la crítica prefirieron romantizar antes que corregir.

Pero esto no fue sólo un fallo de ingeniería de audio, fue un gesto explícito de politiqueo cultural. En los noventa y el inicio del siglo XXI, la reivindicación de lo propio tomó también forma de resistencia frente al catálogo internacional, y la retórica cultural de la izquierda recién llegada por primera vez a Bogotá, con sus nobles y torpes esfuerzos por deconstruir hegemonías, se mezcló con el discurso artístico del triunfo de Carlos Vives y sus “rockeros” derivados, hasta convertir la autonomía estética en una consigna casi teórica. La consecuencia perversa fue pedagogía invertida, se premió la diferencia por sí misma, se celebró el desacoplamiento del estándar global como si fuera un acto de libertad y se terminó confundiendo independencia con aislamiento. Así, en nombre de no “ceder al imperio”, muchos sellos, festivales y curadores aceptaron y reprodujeron un producto que por falta de oficio y por voluntad política, nunca quiso o supo competir en las mismas reglas técnicas y comunicativas del rock global, así nos instalaron esa doctrina tropical y eléctrica que asesinó el rock colombiano y nos tiene viviendo más de 30 años en una cámara de eco.

Creo firmemente —y esta es la hipótesis que cruzará este texto— que esos conceptos van contra la esencia misma del rock. El rock no es una tribu con fronteras idiomáticas; es, por definición, un lenguaje universal compuesto por riffs, golpes, tensión y catarsis que producen la misma lectura emocional en Tokio, Estocolmo que en Medellín. Si queremos introducir elementos nuestros —instrumentos folclóricos, ritmos autóctonos, paisajes líricos— la tarea no es imponerlos como sello de autenticidad y punto final, sino traducirlos para que funcionen dentro del vocabulario universal del género. Traducir no significa borrar ni venderse; significa encontrar la forma en que una cumbia, una caja o una melodía andina se convierten en motor dramático del rock, en lugar de en un accesorio exótico que sólo genera sorpresa y sonrisa en el extranjero. Porque si no pasa por esa traducción, lo único que consigue es sostenerse como curiosidad, un objeto encantador en vitrinas ajenas, una postal sonora para turistas culturales, ya lo hemos comprobado mil veces.

Esa es la razón por la cual, hasta hoy, el rock latino nunca ha conseguido ocupar un lugar verdaderamente masivo y sostenido en el escenario mundial, la escena se quedó atrapada entre la caricatura y la anécdota. No confundamos fenómenos de exportación comercial que utilizan elementos autóctonos —los casos de Juanes o Shakira son otra conversación y no tipifican al rock— con la verdadera proyección internacional del género. Por otro lado, ya existen bandas que demuestran lo contrario de mi tesis, grupos que suenan de frente al mundo sin pedir clemencia ni exotismo, que aterrizan en festivales como si hubiesen tocado siempre allí y no como rareza programada. Nombres como INFO, Vhill en Wacken o las bandas que han invitadas por Copenhell —Psycho Mosher y Syracusae— muestran que se puede competir por sonido, por intensidad y por oficio, sin sacrificar lo local ni convertirlo en guiño folklórico.

El rock es una gramática compartida; llevar una papayera eléctrica a un escenario europeo sin haberla hecho hablar en términos del género es el equivalente sonoro al bufón musical, claro, funciona como chiste una vez, genera fotos y titulares, pero no construye continuidad ni respeto artístico. Es igual que aquellas ocurrencias de antes en las que se trajo a la Orquesta de La Luz de Japón a cantar Salsa solo por el factor sorpresa, simpático en la foto, olvidable en la historia. Si queremos que el rock latino deje de ser una anécdota curiosa y pase a ser parte del mapa común, debemos empezar por negarnos a la excusa del “sonido local” como fin último y en su lugar, aprender a hablar el idioma que ya domina los estadios y los festivales del mundo, pero eso no es lo que quiere el gobierno que tiene arrodillados a los rockeros por hambre ¿cierto? Eso al parecer no es lo que el músico nacional quiere porque el hambre está primero que el género musical, por eso han permitido su degradación.

El rock, en su concepción original, jamás necesitó pasaportes. No nació para representar una bandera, sino para dinamitarla. Fue y sigue siendo una lengua franca de la inconformidad, un idioma emocional que se comunica con electricidad, ritmo y actitud. Desde sus primeros acordes en los cincuenta, el rock se expandió como un virus noble, cada ciudad, cada generación y cada contexto social lo absorbieron y lo tradujeron sin traicionar su esencia. Los británicos lo reinventaron con elegancia, los estadounidenses con rabia, los australianos con rudeza, los japoneses con precisión, los nórdicos con oscuridad. En todos los casos, lo que definía al género no era el lugar de origen, sino la intensidad y la honestidad del sonido. La universalidad del rock siempre radicó en su capacidad de ser comprendido más allá de la lengua, como un grito compartido que prescindía de aduanas.

Pero en América Latina el rock fue tomado como una trinchera política, un terreno más dentro del mapa ideológico del siglo XX. A medida que el discurso antiimperialista crecía, especialmente desde los sectores culturales de izquierda, el rock comenzó a ser leído no como una herramienta de expresión, sino como una extensión del poder hegemónico norteamericano. Esa interpretación reduccionista que pretendía liberar al arte de las garras del imperio generó una paradoja devastadora, los mismos que hablaban de independencia terminaron construyendo muros. Surgió entonces la necesidad de “descolonizar” el rock, de vestirlo con ropajes autóctonos, de forzarlo a sonar distinto para no ser “otra copia del norte”. Y así nació la trampa del “sonido propio”, una consigna más política que musical que pronto se convirtió en norma estética.

Ese “sonido propio” se volvió mandato. Se esperaba que las bandas hicieran visible su contexto cultural en cada riff, que las letras fueran testimonio social, que los timbres reflejaran la tierra, que las producciones sonaran diferentes por principio. El problema fue que, al intentar crear una versión “liberada” del rock, se perdió su lenguaje. En lugar de apropiarse de la herramienta y hacerla crecer, se la deformó hasta el punto de la autocaricatura. Lo que empezó como una búsqueda de autenticidad se convirtió en un ejercicio de corrección política: había que sonar distinto no por creatividad, sino por ideología. Muchos críticos, periodistas y promotores repitieron el eslogan sin detenerse a pensar que el rock, precisamente por ser universal, no necesitaba justificarse a través de una identidad nacionalista y los que peleamos contra eso, fuimos vetados, ridiculizados y hechos parias por los ladrones a los que este discurso les favorece para poder llenarse los bolsillos con las políticas culturales y espacios de circulación.

De esa confusión entre independencia y aislamiento surgió una generación de bandas que competían en un torneo imaginario para demostrar quién era más local, quién tenía más raíz, quién lograba mezclar más “ritmos del pueblo” sin perder la distorsión. El resultado fue predecible y muchas veces patético, el rock latino terminó atrapado entre el folclorismo y la caricatura. Por un lado, bandas que disfrazaban la falta de técnica con discursos de identidad; por otro, oyentes internacionales que veían en esas fusiones un espectáculo pintoresco, exótico, pero irrelevante dentro de la conversación global del género.

Esa apropiación ideológica afectó la competitividad internacional del rock latino de forma estructural. Mientras el resto del mundo profesionalizaba su sonido, consolidaba escuelas de producción y establecía estándares técnicos que garantizaban calidad exportable, en Latinoamérica se mantenía la autocomplacencia disfrazada de rebeldía. Se aplaudía sonar distinto incluso cuando eso significaba sonar mal. Se confundió la precariedad con autenticidad, y la distancia con independencia. Y cuando los festivales europeos o estadounidenses miraban hacia el sur, lo que encontraban no era una escena fuerte ni cohesionada, sino una colección de curiosidades sonoras, interesantes en lo cultural pero débiles en lo musical.

El rock, como todo lenguaje universal, se sostiene en su capacidad de traducir emociones humanas en sonido. No hay fronteras en la rabia, en la melancolía, en la euforia o en la energía que lo define. Pero la politización del “sonido propio” desvió esa esencia hacia un terreno donde el rock dejó de ser comunicación para convertirse en manifiesto. Y en el momento en que el rock se volvió manifiesto, dejó de ser rock.

Y Colombia es el mejor ejemplo, una cosa es no poder distinguir muy bien entre una fusión y una jerarquía, pero otra que ya raya en la estupidez es creer que por cambiarle el nombre a Los Gaiteros de San Jacinto se convierten en Rock. Eso es manipulación del discurso, robo, estafa, adoctrinamiento. El verdadero desafío del rock colombiano nunca ha sido encontrarle una etiqueta que lo diferencie del resto del mundo, sino lograr que lo que somos, nuestra historia, nuestra rabia, nuestra belleza, nuestras heridas, puedan decirse en el mismo idioma sonoro que el planeta ya entiende. No se trata de injertar una papayera eléctrica ni de enchufar un tiple distorsionado para “latinoamericanizar” el género, sino de traducir la emoción local al lenguaje global del rock. El arte no necesita atuendos folclóricos para ser auténtico; necesita verdad, energía y una producción que esté a la altura de su intención. Cuando esa traducción se logra, la identidad emerge sola, sin forzarla, como una consecuencia natural de la experiencia humana que le da origen.

Eso es exactamente lo que empieza a suceder con las nuevas generaciones de bandas latinas que, sin pedir permiso, suenan al nivel de cualquier festival europeo. INFO, Loathsome Faith y Vhill, desde la plataforma de Metal Battle, o Psycho Mosher y Syracusae en Copenhell ya nombradas anteriormente, son ejemplos contundentes de esa nueva mentalidad, músicos que entienden el rock como lenguaje universal, que trabajan con rigor técnico, con estética contemporánea y con la certeza de que competir en la liga global no significa renunciar a lo propio, sino hacerlo comprensible sin recurrir al exotismo. Estas bandas no viajan al extranjero a representar la “curiosidad tropical” de una escena colorida y pobre, sino a tocar con la misma potencia y dignidad que cualquier agrupación danesa, alemana o estadounidense. Su sonido no se sostiene en la rareza, sino en la calidad y eso es lo que el rock colombiano nunca ha podido entender, no porque no quiera sino porque si lo hace todo el aparato mafioso de la dictadura cultural se les cae.

Ese es el camino que el rock latino ha tardado décadas en entender, que no se conquista el mundo apelando a la compasión cultural ni al exotismo del turista, sino hablando el idioma que todos los oídos reconocen. El rock, cuando es real, no tiene nacionalidad; tiene energía. Y cuando esa energía se canaliza con técnica, con visión y con oficio, deja de importar de dónde viene el amplificador o en qué lengua se canta. Lo que queda es la emoción, la verdad eléctrica que nos une como especie.

Durante años nos hicieron creer que la autenticidad estaba en la carencia. Que sonar mal era sinónimo de ser honestos. Que nuestra versión del rock debía ser artesanal, precaria y autóctona, como si la pobreza fuera una estética y no una consecuencia de la desigualdad. MTV, la academia, los críticos, las universidades, los festivales, todos repitieron ese dogma hasta hacerlo norma. Pero el tiempo terminó demostrando que no hay nada más deshonesto que disfrazar la falta de calidad con discurso identitario.

Hoy, después de tantos años de confundir la ruina con la raíz, comienza a abrirse una nueva conciencia: la de que la autenticidad no está en sonar “latino”, sino en sonar bien, en sonar real. El futuro del rock de este continente dependerá de quienes entiendan que la única frontera que importa es la del sonido.

Nos vendieron que para ser auténticos teníamos que sonar pobres. Que el rock era un lujo del norte y que nosotros debíamos hacerlo con ruanas eléctricas. Pero el rock nunca pidió pasaporte. El rock se entiende en cualquier idioma —menos en el de la excusa

@felipeszarruk

Continúa leyendo

Colombia

Pola Pogo & Ska-Punk, donde el pogo, la cerveza y la autogestión se encuentran

Publicado

en

Por

La energía de la cultura alternativa colombiana vuelve a encenderse. El próximo 1 de noviembre Bogotá recibirá la primera edición de “Pola Pogo & Ska-Punk”, una jornada donde el ska, el punk y el reggae se abrazan para celebrar la independencia musical, la autogestión y el espíritu cervecero. Desde la 1:00 p. m. hasta las 2:00 a. m., la cervecería 3 Cordilleras (Calle 164 No. 20-09) se convertirá en el epicentro de una fiesta colectiva donde la música y la comunidad se mezclan sin jerarquías ni pretensiones.

Detrás de este encuentro están 2 Tone Pub, SPR Shop y 3 Cordilleras Cervecería Artesanal, tres nombres que han sabido sostener la bandera de la cultura independiente cuando el sistema apenas deja espacio para respirar. “Pola Pogo & Ska-Punk” no es solo un festival, es una declaración de principios. Una jornada donde el hazlo-tú-mismo deja de ser consigna para convertirse en práctica, donde el pogo es unión y la cerveza artesanal un símbolo de resistencia cultural.

Diez agrupaciones nacionales y dos internacionales se repartirán el escenario, conectando generaciones y estilos. Entre las nacionales destacan La Severa Matacera, Desorden Social, Sin Nadie al Mando, Los Highros, The Klaxon, La Raska, La Monky Band y Matiu Colin, mientras que los argentinos Turi Rastaman y Seraqueda Reggae aportarán la dosis sureña de reggae que promete mantener el cuerpo en movimiento. La fiesta sonora se completa con los selectors Felipe Skarface y Bogoskacollective, guardianes del ritmo entre cada presentación.

Pero la experiencia va más allá de la música, el festival contará con una zona de comidas, espacios de descanso y juegos, venta de merchandising, un rincón para amantes del vinilo y las tornamesas, y una zona de tatuajes donde artistas como Katherin Garzón, Juan Piedrahita y Kelly Arévalo dejarán su arte marcado en la piel. Como era de esperarse, la experiencia cervecera será un eje central, con cuatro barras de cerveza de barril y un Backstage Cervecero donde los asistentes podrán conocer de cerca el proceso artesanal detrás de cada pinta.

“Pola Pogo & Ska-Punk” representa una red de resistencia que conecta músicos, tatuadores, productores, diseñadores y cerveceros bajo una misma bandera, la de la sostenibilidad cultural. No se trata solo de tocar o vender entradas; se trata de demostrar que la independencia puede ser también organización, identidad y permanencia.

Las entradas ya están disponibles a través de 2 Tone Pub y SPR Shop, con un valor de $60.000 en preventa y $80.000 el día del evento. Para quienes quieran llevar la experiencia al límite, el combo de entrada + flash tattoo tiene un costo de $250.000.

“Pola Pogo & Ska-Punk” será una celebración colectiva donde la música se baila con el cuerpo, la cerveza se comparte con los amigos y la independencia suena —una vez más— más fuerte que nunca.

Fecha: 1 de noviembre de 2025
Lugar: Cervecería 3 Cordilleras – Calle 164 No. 20-09, Bogotá
Hora: 1:00 p. m. – 2:00 a. m.
Entradas: @2tonepub
/ @sprshopbog

Continúa leyendo

Colombia

Cuando Mordor derrotó a Frodo: El día que vetaron el rock en SOFA

Publicado

en

Por


A veces en Subterránica nos gusta contar las historias que nos han formado, las que nos han hecho entender a punta de golpes, aciertos y decepciones, cómo funciona realmente esto de intentar construir una industria cultural en un país donde lo diferente sigue siendo visto como amenaza. Hay historias de triunfo, de locura, de resistencia, y también de momentos amargos que, con el tiempo, se vuelven aprendizajes. Porque cada episodio, bueno o malo, deja una huella. Y si algo nos ha enseñado el camino, es que crecer en el arte independiente no es solo hacer música sino sobrevivir al sistema que dice apoyarte mientras busca domesticarte. Hoy les cuento de como por primera vez en la historia Frodo no pudo completar su misión y terminó vencido por Saurón en esta historia del Rock Colombiano.

Muchas veces lo que se muestra como esa rebeldía no es más que una máscara para vender entradas, un truco barato del espectáculo desde hace años, el dinero sobre la esencia. Esta es una de esas historias que cala hondo en la historia de Subterránica, pero que lamentablemente es cierta y sigue demostrando, una vez más —como miles de otras—, cómo el rock en Colombia ha sido arrodillado, destruido y desconfigurado, no solo por mercachifles acomodados que se disfrazan de mecenas, sino por las mismas autoridades de un país retrógrado, religioso en extremo, de doble moral, pero sobre todo ordinario y básico, que sublima el folclor narco y tropical sobre expresiones globales o diferentes.

SOFA Colombia (Salón del Ocio y la Fantasía) es una de las ferias más grandes del entretenimiento alternativo en el país. Se realiza en Corferias y reúne comunidades geek, cosplay, videojuegos, cómics, deportes urbanos y cultura alternativa. En teoría, un espacio para la creatividad libre, la diferencia, la rebeldía, la innovación. En la práctica, como verán, no siempre es así.

Antes de la primera edición en la que Subterránica participaría como creador de contenidos, me reuní con el fundador del evento, y la conversación terminó con una metáfora épica:
“Felipe, ¿Conoces la historia del Señor de los Anillos? Bueno, pues entonces el rock colombiano es el anillo, SOFA es Frodo y tú serás Aragorn, y vamos a luchar y no vamos a parar hasta hacer algo bueno por el rock del país”.

Wow, qué palabras, dije yo… y comenzamos a trabajar. Durante algunos años estuvimos tranquilos. SOFA apoyaba algunas iniciativas, otras no, porque le parecían arriesgadas, porque tal vez no iban a encajar en su idea u otras excusas. La cosa es que el rock y sobre todo el colombiano, no es para gente de medias tintas, o estás con él o no estás.

Un par de años más tarde, en otra reunión después de algunos años ya, el mismo Frodo, ya cansado —como en la historia— y viendo la realidad de frente, que no todo era soñar y ganas sino enfrentarse a miles de problemas dentro del rock, me dijo que “yo estaba en una cámara de eco”, porque ya tenía miedo, el monstruo se le salía de control.

Durante siete años Subterránica, sin ganar absolutamente nada económicamente pero sí un bonito espacio que aun queremos mucho, trabajó de la mano de esta feria para poder dar a las bandas que nunca lo tenían una vitrina mejor. Y eso fue lo que nunca entendieron, que, a diferencia de todos los que están allá, no se trataba de nosotros sino de las bandas, nosotros no queríamos vender camisetas, libros o comics, tampoco queríamos disfrazarnos para abrazar la utopía, lo de Subterránica se trataba de la gente que de otra forma no tenía cómo circular.
Hasta que un día, el último año que estuvimos, llegaron unos policías ignorantes a la feria, como casi todos los policías —que son, en realidad, personajes en su mayoría fastidiosos, energúmenos, faltos de educación y que de cultura no saben más que lo que ven en programas de TV como Yo me llamo o La casa de los famosos—, y con su actitud prepotente llegaron con la frase: “Apaguen el rock.”

No fue “bájenle a la música” o “El sinido es demasiado fuerte”, no, fue otra cosa: fue “Apaguen el rock.” No apaguen toda la música de los otros escenarios ni de los altoparlantes, fue el rock.
Lo hicieron con argumentos estúpidos que no podían sostener, como que los decibeles eran demasiados. Y cuando se les preguntó qué era un decibel, uno de esos ignorantes entró en cólera. Pero nosotros, con nuestra pasión, defendimos nuestro espacio y, en lugar de arrodillarnos como perros con hambre, nos enfrentamos a la injusticia de una manera violenta, como siempre lo hemos hecho.

SOFA se viste de “alternativo”, de “inclusivo”, de “espacio para todos”, pero cuando llega el momento de enfrentar lo incómodo —el ruido, la rebeldía, la verdad— se echa para atrás, como casi todos los escenarios institucionales de este país. Lo que vivimos aquella vez con los policías entrando a decir “Apaguen el rock” fue casi una escena bíblica del control sobre la disidencia cultural. Era el Estado —y su reflejo en los grandes eventos— diciéndole al arte: “Te toleramos, pero solo mientras no incomodes.”

Esa transición de Frodo a Sauron que se vivió dentro de la feria no fue otra cosa que el miedo institucionalizado, miedo a perder patrocinios, miedo a incomodar, miedo a que el rock siga siendo lo que siempre fue, un lenguaje de confrontación, no de ornamento.

Subterránica hizo lo contrario. Apostó por la esencia, por el riesgo, por la autenticidad. Y claro, eso incomodó. Por eso nos expulsaron. Porque el sistema cultural colombiano no sabe qué hacer con lo auténtico, solo entiende dos tipos de artistas, los domesticados o los marginados, y cuando uno no se deja domesticar, lo borran del mapa. Pero ahí está la ironía… el rock no muere cuando lo apagan, muere cuando lo domestican.

Así que no, esto no fue una derrota. Fue la confirmación de que estábamos en el camino correcto. La escena institucional, esa que juega a ser rebelde con cronogramas, comités y policías, ya perdió hace rato el alma.

Esto no es solo una anécdota, es un acto de resistencia. Es la voz de quienes no se tragan el teatro de la “industria cultural” ni las máscaras de los falsos libertarios. Y cuando en la historia de este país se hable del rock real, de ese que no pidió permiso, Subterránica va a estar en ese capítulo, no en el de los que apagaron el amplificador.

Esa vez, cuando publicamos en las redes el video de los policías entrando a decir “apaguen el rock”, se desató el verdadero episodio, el miedo los llenó. Se paniquearon al ver que no nos quedábamos callados, que peleábamos por lo que creíamos justo. Nunca tuvieron el valor de decirnos de frente que nos fuéramos; disfrazaron el miedo con excusas, con frases de manual como “hay que bajarle al ruido por los vecinos”. Pero incluso así, sin rencor, seguimos estimando ese espacio, recordándolo como algo bueno, como una etapa necesaria. Porque de todo eso aprendimos. Aprendimos cómo funciona el sistema, cómo se esconde el miedo detrás de la diplomacia, y también aprendimos por qué seguimos aquí, firmes, en el lugar donde estamos hoy.

El resultado fue evidente, el rock se apagó de SOFA y lo cambiaron por su propio “rock de mi pueblo” por el que es aceptado por los patrocinadores y los políticos, y ni siquiera de frente, sino con excusas estúpidas como que “la feria ya no podía tener bandas en vivo”, etcétera. Lo triste es que en esta versión del cuento Mordor triunfó, Frodo no fue asesinado sino sometido por Sauron. Es la única versión en la historia de la humanidad en la que Frodo no logró salvar la Tierra Media: fue arrodillado y enviado a trabajar con los orcos en las cuevas.

Lo curioso es que, a día de hoy, seguimos teniendo razón. Hoy ya estamos en otras ligas, trabajando y llevando a las bandas a lugares que nadie soñó, demostrando que éramos los rebeldes los que podíamos llevar el anillo al volcán. Mientras SOFA sigue encerrado en su cámara de eco —la misma que dijeron que era la nuestra—, repitiendo esa fórmula agotada año tras año, por miedo, por negocio… el anillo llegó a su destino, pero en otro cuento, no en ese que quisieron vendernos en la primera reunión, sino en el nuestro, en ese ganamos y siempre ganaremos.

Y al final, después de todo el ruido, las expulsiones, los policías, los silencios forzados y las sonrisas hipócritas del sistema, queda una certeza que no se puede borrar, lo que se ha hecho con Subterránica es imborrable. Bueno o malo, no sé, pero de seguro inolvidable. Porque en un país donde la cultura se volvió trámite y la rebeldía protocolo, haber mantenido viva una llama auténtica ya es, por sí mismo, un acto de resistencia.

Porque la pasión vence al negocio, y el negocio, al final, sin alma… se agota.

Felipe Szarruk: PhD© en Periodismo, Magister en Estudios Artísticos, Músico y Comunicador Social… y rockero no arrodillado.

Continúa leyendo

Tendencias