Colombia
La trampa de la raíz: Cómo el “sonido local” nos desconectó del rock mundial.
Escribo este artículo motivado por una experiencia reciente que me dejó pensando a profundidad sobre uno de los discursos más arraigados —y a mi juicio, más dañinos— del rock latinoamericano. Fui invitado a la ceremonia Raíz y Resonancia, organizada por Hodson Music, un encuentro impecablemente producido que reunió a artistas, gestores y pensadores en torno a la idea de la identidad sonora y al reconocimiento de algunos artistas y gestores, entre ellos yo, lo cual agradezco enormemente. Durante uno de los conversatorios, surgió nuevamente el concepto del “sonido local” como bandera de autenticidad, como si la raíz cultural fuera una condición indispensable para validar una propuesta musical. Y aunque la reflexión fue valiosa, salí de allí de nuevo con la inquietud que desde hace muchos años no me suelta ¿no estaremos repitiendo, con nuevos términos, el mismo error que nos aisló hace décadas? ¿No fue precisamente esa obsesión por la raíz mal entendida, politizada y mitificada, la que impidió que el rock latino se consolidara como una fuerza verdaderamente global? Este artículo nace de esa incomodidad, de la necesidad de repensar lo que durante años nos vendieron como verdad, la idea de que debíamos sonar diferentes para ser auténticos, cuando en realidad esa diferencia se convirtió en una frontera que nos alejó del resto del planeta y su industria musical.
En los años noventa, nos vendieron una idea y la aceptamos con la ingenuidad con que se compra cualquier moda de temporada, MTV Latino puso en el mapa a una generación entera con el eslogan del “sonido local” y esa etiqueta que fue vendida como orgullo cultural, terminó funcionando más como jaula que como bandera. La promesa era al principio una idea genial, sonar a nuestra ciudad, a nuestra tierra, a nuestras raíces; pero algo se perdió en la traducción entre la intención y el resultado. Lejos de abrirnos un camino hacia el mundo, esa idea contribuyó a encerrarnos en una estética circunscrita, repetida hasta el cansancio en discos con baterías apagadas, guitarras sin ataque y mezclas que jamás escaparon al sonido doméstico de un estudio sin oficio para el rock. Lo que se celebraba como identidad muchas veces era en términos técnicos, ausencia de experiencia; un “sonido bogotano” que no era celebración sino accidente por la inexperiencia de grabar rock, sonidos con sonido crudo casi de garaje, y que la industria y la crítica prefirieron romantizar antes que corregir.
Pero esto no fue sólo un fallo de ingeniería de audio, fue un gesto explícito de politiqueo cultural. En los noventa y el inicio del siglo XXI, la reivindicación de lo propio tomó también forma de resistencia frente al catálogo internacional, y la retórica cultural de la izquierda recién llegada por primera vez a Bogotá, con sus nobles y torpes esfuerzos por deconstruir hegemonías, se mezcló con el discurso artístico del triunfo de Carlos Vives y sus “rockeros” derivados, hasta convertir la autonomía estética en una consigna casi teórica. La consecuencia perversa fue pedagogía invertida, se premió la diferencia por sí misma, se celebró el desacoplamiento del estándar global como si fuera un acto de libertad y se terminó confundiendo independencia con aislamiento. Así, en nombre de no “ceder al imperio”, muchos sellos, festivales y curadores aceptaron y reprodujeron un producto que por falta de oficio y por voluntad política, nunca quiso o supo competir en las mismas reglas técnicas y comunicativas del rock global, así nos instalaron esa doctrina tropical y eléctrica que asesinó el rock colombiano y nos tiene viviendo más de 30 años en una cámara de eco.
Creo firmemente —y esta es la hipótesis que cruzará este texto— que esos conceptos van contra la esencia misma del rock. El rock no es una tribu con fronteras idiomáticas; es, por definición, un lenguaje universal compuesto por riffs, golpes, tensión y catarsis que producen la misma lectura emocional en Tokio, Estocolmo que en Medellín. Si queremos introducir elementos nuestros —instrumentos folclóricos, ritmos autóctonos, paisajes líricos— la tarea no es imponerlos como sello de autenticidad y punto final, sino traducirlos para que funcionen dentro del vocabulario universal del género. Traducir no significa borrar ni venderse; significa encontrar la forma en que una cumbia, una caja o una melodía andina se convierten en motor dramático del rock, en lugar de en un accesorio exótico que sólo genera sorpresa y sonrisa en el extranjero. Porque si no pasa por esa traducción, lo único que consigue es sostenerse como curiosidad, un objeto encantador en vitrinas ajenas, una postal sonora para turistas culturales, ya lo hemos comprobado mil veces.
Esa es la razón por la cual, hasta hoy, el rock latino nunca ha conseguido ocupar un lugar verdaderamente masivo y sostenido en el escenario mundial, la escena se quedó atrapada entre la caricatura y la anécdota. No confundamos fenómenos de exportación comercial que utilizan elementos autóctonos —los casos de Juanes o Shakira son otra conversación y no tipifican al rock— con la verdadera proyección internacional del género. Por otro lado, ya existen bandas que demuestran lo contrario de mi tesis, grupos que suenan de frente al mundo sin pedir clemencia ni exotismo, que aterrizan en festivales como si hubiesen tocado siempre allí y no como rareza programada. Nombres como INFO, Vhill en Wacken o las bandas que han invitadas por Copenhell —Psycho Mosher y Syracusae— muestran que se puede competir por sonido, por intensidad y por oficio, sin sacrificar lo local ni convertirlo en guiño folklórico.
El rock es una gramática compartida; llevar una papayera eléctrica a un escenario europeo sin haberla hecho hablar en términos del género es el equivalente sonoro al bufón musical, claro, funciona como chiste una vez, genera fotos y titulares, pero no construye continuidad ni respeto artístico. Es igual que aquellas ocurrencias de antes en las que se trajo a la Orquesta de La Luz de Japón a cantar Salsa solo por el factor sorpresa, simpático en la foto, olvidable en la historia. Si queremos que el rock latino deje de ser una anécdota curiosa y pase a ser parte del mapa común, debemos empezar por negarnos a la excusa del “sonido local” como fin último y en su lugar, aprender a hablar el idioma que ya domina los estadios y los festivales del mundo, pero eso no es lo que quiere el gobierno que tiene arrodillados a los rockeros por hambre ¿cierto? Eso al parecer no es lo que el músico nacional quiere porque el hambre está primero que el género musical, por eso han permitido su degradación.
El rock, en su concepción original, jamás necesitó pasaportes. No nació para representar una bandera, sino para dinamitarla. Fue y sigue siendo una lengua franca de la inconformidad, un idioma emocional que se comunica con electricidad, ritmo y actitud. Desde sus primeros acordes en los cincuenta, el rock se expandió como un virus noble, cada ciudad, cada generación y cada contexto social lo absorbieron y lo tradujeron sin traicionar su esencia. Los británicos lo reinventaron con elegancia, los estadounidenses con rabia, los australianos con rudeza, los japoneses con precisión, los nórdicos con oscuridad. En todos los casos, lo que definía al género no era el lugar de origen, sino la intensidad y la honestidad del sonido. La universalidad del rock siempre radicó en su capacidad de ser comprendido más allá de la lengua, como un grito compartido que prescindía de aduanas.
Pero en América Latina el rock fue tomado como una trinchera política, un terreno más dentro del mapa ideológico del siglo XX. A medida que el discurso antiimperialista crecía, especialmente desde los sectores culturales de izquierda, el rock comenzó a ser leído no como una herramienta de expresión, sino como una extensión del poder hegemónico norteamericano. Esa interpretación reduccionista que pretendía liberar al arte de las garras del imperio generó una paradoja devastadora, los mismos que hablaban de independencia terminaron construyendo muros. Surgió entonces la necesidad de “descolonizar” el rock, de vestirlo con ropajes autóctonos, de forzarlo a sonar distinto para no ser “otra copia del norte”. Y así nació la trampa del “sonido propio”, una consigna más política que musical que pronto se convirtió en norma estética.
Ese “sonido propio” se volvió mandato. Se esperaba que las bandas hicieran visible su contexto cultural en cada riff, que las letras fueran testimonio social, que los timbres reflejaran la tierra, que las producciones sonaran diferentes por principio. El problema fue que, al intentar crear una versión “liberada” del rock, se perdió su lenguaje. En lugar de apropiarse de la herramienta y hacerla crecer, se la deformó hasta el punto de la autocaricatura. Lo que empezó como una búsqueda de autenticidad se convirtió en un ejercicio de corrección política: había que sonar distinto no por creatividad, sino por ideología. Muchos críticos, periodistas y promotores repitieron el eslogan sin detenerse a pensar que el rock, precisamente por ser universal, no necesitaba justificarse a través de una identidad nacionalista y los que peleamos contra eso, fuimos vetados, ridiculizados y hechos parias por los ladrones a los que este discurso les favorece para poder llenarse los bolsillos con las políticas culturales y espacios de circulación.
De esa confusión entre independencia y aislamiento surgió una generación de bandas que competían en un torneo imaginario para demostrar quién era más local, quién tenía más raíz, quién lograba mezclar más “ritmos del pueblo” sin perder la distorsión. El resultado fue predecible y muchas veces patético, el rock latino terminó atrapado entre el folclorismo y la caricatura. Por un lado, bandas que disfrazaban la falta de técnica con discursos de identidad; por otro, oyentes internacionales que veían en esas fusiones un espectáculo pintoresco, exótico, pero irrelevante dentro de la conversación global del género.
Esa apropiación ideológica afectó la competitividad internacional del rock latino de forma estructural. Mientras el resto del mundo profesionalizaba su sonido, consolidaba escuelas de producción y establecía estándares técnicos que garantizaban calidad exportable, en Latinoamérica se mantenía la autocomplacencia disfrazada de rebeldía. Se aplaudía sonar distinto incluso cuando eso significaba sonar mal. Se confundió la precariedad con autenticidad, y la distancia con independencia. Y cuando los festivales europeos o estadounidenses miraban hacia el sur, lo que encontraban no era una escena fuerte ni cohesionada, sino una colección de curiosidades sonoras, interesantes en lo cultural pero débiles en lo musical.
El rock, como todo lenguaje universal, se sostiene en su capacidad de traducir emociones humanas en sonido. No hay fronteras en la rabia, en la melancolía, en la euforia o en la energía que lo define. Pero la politización del “sonido propio” desvió esa esencia hacia un terreno donde el rock dejó de ser comunicación para convertirse en manifiesto. Y en el momento en que el rock se volvió manifiesto, dejó de ser rock.
Y Colombia es el mejor ejemplo, una cosa es no poder distinguir muy bien entre una fusión y una jerarquía, pero otra que ya raya en la estupidez es creer que por cambiarle el nombre a Los Gaiteros de San Jacinto se convierten en Rock. Eso es manipulación del discurso, robo, estafa, adoctrinamiento. El verdadero desafío del rock colombiano nunca ha sido encontrarle una etiqueta que lo diferencie del resto del mundo, sino lograr que lo que somos, nuestra historia, nuestra rabia, nuestra belleza, nuestras heridas, puedan decirse en el mismo idioma sonoro que el planeta ya entiende. No se trata de injertar una papayera eléctrica ni de enchufar un tiple distorsionado para “latinoamericanizar” el género, sino de traducir la emoción local al lenguaje global del rock. El arte no necesita atuendos folclóricos para ser auténtico; necesita verdad, energía y una producción que esté a la altura de su intención. Cuando esa traducción se logra, la identidad emerge sola, sin forzarla, como una consecuencia natural de la experiencia humana que le da origen.
Eso es exactamente lo que empieza a suceder con las nuevas generaciones de bandas latinas que, sin pedir permiso, suenan al nivel de cualquier festival europeo. INFO, Loathsome Faith y Vhill, desde la plataforma de Metal Battle, o Psycho Mosher y Syracusae en Copenhell ya nombradas anteriormente, son ejemplos contundentes de esa nueva mentalidad, músicos que entienden el rock como lenguaje universal, que trabajan con rigor técnico, con estética contemporánea y con la certeza de que competir en la liga global no significa renunciar a lo propio, sino hacerlo comprensible sin recurrir al exotismo. Estas bandas no viajan al extranjero a representar la “curiosidad tropical” de una escena colorida y pobre, sino a tocar con la misma potencia y dignidad que cualquier agrupación danesa, alemana o estadounidense. Su sonido no se sostiene en la rareza, sino en la calidad y eso es lo que el rock colombiano nunca ha podido entender, no porque no quiera sino porque si lo hace todo el aparato mafioso de la dictadura cultural se les cae.
Ese es el camino que el rock latino ha tardado décadas en entender, que no se conquista el mundo apelando a la compasión cultural ni al exotismo del turista, sino hablando el idioma que todos los oídos reconocen. El rock, cuando es real, no tiene nacionalidad; tiene energía. Y cuando esa energía se canaliza con técnica, con visión y con oficio, deja de importar de dónde viene el amplificador o en qué lengua se canta. Lo que queda es la emoción, la verdad eléctrica que nos une como especie.
Durante años nos hicieron creer que la autenticidad estaba en la carencia. Que sonar mal era sinónimo de ser honestos. Que nuestra versión del rock debía ser artesanal, precaria y autóctona, como si la pobreza fuera una estética y no una consecuencia de la desigualdad. MTV, la academia, los críticos, las universidades, los festivales, todos repitieron ese dogma hasta hacerlo norma. Pero el tiempo terminó demostrando que no hay nada más deshonesto que disfrazar la falta de calidad con discurso identitario.
Hoy, después de tantos años de confundir la ruina con la raíz, comienza a abrirse una nueva conciencia: la de que la autenticidad no está en sonar “latino”, sino en sonar bien, en sonar real. El futuro del rock de este continente dependerá de quienes entiendan que la única frontera que importa es la del sonido.
Nos vendieron que para ser auténticos teníamos que sonar pobres. Que el rock era un lujo del norte y que nosotros debíamos hacerlo con ruanas eléctricas. Pero el rock nunca pidió pasaporte. El rock se entiende en cualquier idioma —menos en el de la excusa
@felipeszarruk